Distancias y distanciamientos
En cierta forma, Máxima precisión es una película extraña a dos puntas. Por un lado, su medio tono y uso de la acción y efectos especiales la colocan a un costado de la mayoría del Hollywood actual. Por otro, ese medio tono, ese andar pausado y con diálogos en su mayoría secos, la apartan también un poco del estilo que venía marcando la filmografía de Andrew Niccol, un realizador que siempre ha querido dejar bien en claro sus capacidades como guionista, tirando toda clase de líneas sentenciosas y pretendidamente astutas cada medio minuto.
Por eso no deja de ser interesante este film sobre el mayor Thomas Egan (Ethan Hawke, que ya a esta altura forma un dúo creativo con Niccol), quien supo ser piloto de avión pero ahora maneja drones con los que se la pasa bombardeando zonas de conflicto como Afganistán y Yemen… desde una casilla en una base militar en Las Vegas. Ya el trabajo cuesta cada vez -Thomas extraña ser un piloto de verdad, no le gusta un laburo donde se la pasa manejando un control de mando que es demasiado parecido a un joystick de videojuegos-, las cosas con la familia están difíciles -Thomas se conecta cada vez menos con sus hijos y su esposa Molly (January Jones)- y la llegada de una nueva compañera, Vera (Zoë Kravitz), que es demasiado consciente, cuestionadora de las cosas que hacen y, encima, atractiva, terminará de poner a Thomas al borde del colapso emocional y laboral.
Donde Máxima precisión es más compleja y atrayente es cuando se dedica a observar la labor de esos militares puestos a hacer algo demasiado parecido a un videojuego, volando a gente a la distancia, sin tomar real consciencia -más allá de lo que puedan decirse a sí mismos- de que están asesinando seres humanos apretando el botón de un joystick. Allí hay que reconocerle a Niccol la habilidad para brindarle cierta tensión, nervio y pulsión cinematográfica a ese minúsculo espacio que es la lata donde cuatro tipos manejan los drones, comunicándose mediante un par de esquemáticos modismos militares. Cuando los conflictos están puestos al mínimo, casi como un telón de fondo, y lo que importa es la observación, la película no es apasionante pero constituye una mirada mínimamente original sobre el nuevo tipo de militarización estadounidense: esa donde se reducen las pérdidas propias al mínimo, pero sólo queda el ojo absolutamente distanciado para conectarse con el horror real.
Claro que a medida que avanza el metraje Niccol se da cuenta que el relato está así condenado a la frialdad, y es por eso que intenta cortar esto forzando los conflictos, los discursos bienpensantes y las situaciones límite que ponen a prueba la ética y moral del protagonista -y de quienes lo rodean-, del propio cineasta y de los espectadores. Allí es cuando le sucede lo mismo que en El precio del mañana y El señor de la guerra: el que pierde las batallas éticas y morales es el director, que toma muchas decisiones cuestionables -hay una secuencia donde se crea suspenso con una supuesta muerte que roza lo abyecto-, manipula las acciones en función de su discurso y baja línea -principalmente a través de monólogos del personaje de Kravitz y del de Greenwood (quien igual está perfecto)- de manera torpe, sin la más mínima ambigüedad. El final va en esta senda: toda una serie de disposiciones facilistas, que en vez de sacudir al público, lo terminan tranquilizando. Es que el cine de Niccol es así: amaga con romper todo pero al final siempre llega a las conclusiones más simples, quedándose en las superficies de los temas que toca. Y para eso no está el cine.