Llega a los cines la tercera y última parte de la saga, Maze Runner: la cura mortal dirigida por Wes Ball y basada en las novelas de James Dashner.
La historia continúa los sucesos de la segunda parte: Minho es prisionero de la corporación conocida como C.R.U.E.L. mientras que Thomas y Newt, con la ayuda de varios de los rebeldes, intentan salvarlo junto a otros prisioneros inmunes al virus de la “llamarada” que ha transformado a gran parte de la población en las criaturas llamadas cranks. A la par, Teresa parece haberse aliado con C.R.U.E.L. para encontrar una cura.
Maze Runner: la cura mortal termina siendo el final de una saga de fantasía que creció a la sombra de éxitos como Los juegos del hambre. Futuros distópicos en donde los jóvenes son los protagonistas y que haya un mañana para la humanidad depende de ellos.
El tópico vuelve a ser el mismo: el control de una alta sociedad por encima de los más débiles y olvidados, aunque el aspecto social no es el más fuerte de la saga (comparándola con la mencionada Los juegos del hambre). No cabe duda de que la espectacularidad es el fuerte de Maze Runner. Grandes persecuciones y filmaciones sacudidas por los movimientos de la cámara. La película comienza con los elaborados planes de Thomas y termina de igual manera. Es evidente el trabajo del director Wes Ball que, a la par, se ha encargado de los efectos especiales de muchas otras películas.
La película sufre la duración. Con dos horas y media, la idea original era dividir el final en dos partes, pero por cuestiones presupuestarias se acortó sólo a una. Mientras que los fanáticos van a disfrutar de su tiempo, el espectador común va a sentir que lo poco que se está contando se extiende mucho en la trama.
El protagonismo cae rotundamente en Dylan O’Brien (Thomas) sin dar espacio al desarrollo de otros personajes de la saga. Ni hablar de la inclusión de nuevos como Lawrence, encarnado por el actor Walton Goggins. Su papel queda al margen y no aporta ningún fundamento importante a la historia.