Un minotauro apocalíptico
Si bien el éxito literario de las obras para “jóvenes adultos” ha sido desde hace varias décadas el foco de los best sellers, en el cine este parece ser su momento, con numerosas sagas que encuentran aceptación masiva en el público y estudios dispuestos a explotar la gallina de los huevos de oro. Maze Runner: correr o morir es la nueva propuesta y, aunque uno se siente inclinado a vincularla a otros títulos, lo cierto es que el tono de tragedia y oscuridad que le da marco al relato está lejos del aggiornamiento juvenil de otros títulos como Los juegos del hambre. La opera prima de Wes Ball es efectiva más allá de sus irregularidades y contiene en el suspenso y la intriga mejores argumentos que cuando se pretende un relato de acción.
Sin lugar a dudas es la forma en que plantea incógnitas como el relato gana fuerza: un muchacho se levanta en el medio de la nada enfrentándose a un lugar extraño y gente que no ha visto en su vida, encontrándose con que no puede recordar cómo llego allí ni su nombre o pasado, además de estar rodeado por una enorme estructura que le genera curiosidad a pesar de su amenazante aspecto. El acierto está en cómo el guión dosifica estas preguntas que, en realidad, una vez conocemos sus respuestas, llevan a nuevos giros hasta el final en el que se da el puntapié para que exista una secuela. Sí, es cierto que es un recurso que fácilmente puede resultar frustrante, pero aquí es sólido más allá de las respuestas que, se presume, responderán en la secuela. Es el suspenso, la búsqueda de conocer la verdad, uno de los atractivos que llevan a que la película no aburra.
Ball se permite desde la puesta en escena alguna diferencia respecto a otros títulos del mainstream dirigidos a un público joven. Antes que focalizarse en la acción, el director hace énfasis en el tono descriptivo de lo que está sucediendo, a menudo deteniéndose en el extrañamiento que provoca en los personajes la situación. Esto compensa en algunos segmentos la pobreza del perfil psicológico de cada personaje y la convencionalidad (después de todo, de qué nos queremos convencer, esto es mainstream) con la cual se construye el héroe (el Thomas interpretado por Dylan O’Brien), a pesar del giro final que no consigue darle mayor riqueza. Por otro lado, también es en la acción donde a menudo encuentra su punto más débil: si bien las persecuciones con steadycam a lo largo del laberinto consiguen dar vértigo al recorrido por su estructura, la edición en las secuelas de impacto físico es inentendible y le quitan intensidad al clímax del film.
Donde triunfa no sólo el relato que da origen a la película, sino también el film y el guión, es en darle al relato mitológico del laberinto una dimensión distópica y moderna, un tanto superficial, pero conveniente para conocer el tipo de monstruo, el minotauro, que esta entrega para jóvenes adultos nos ofrece. Por desgracia es un monstruo que aquí sólo conoceremos a través del suspenso y que solamente en las secuelas conoceremos con mayor profundidad. Por lo pronto, un entretenimiento efectivo con algún matiz de oscuridad que la hace más osada que otras películas dirigidas a “jóvenes adultos”, aunque cae en la medianía debido a los convencionalismos hollywoodenses.