Una pesadilla con forma de laberinto
Los universos distópicos (término que alude a una sociedad ficticia indeseable en sí misma) son la nueva obsesión de Hollywood. Después del éxito alcanzado por “Los juegos del hambre” y la más reciente “Divergente”, llegó a las salas tucumanas una nueva historia que aspira a convertirse -como las anteriores- en una saga de ciencia ficción bien plantada. Y, para ser sinceros, tiene con qué. Basada en la novela de James Dashner “Maze Runner: correr o morir” atrapa de principio a fin con una narración precisa y exenta de los vicios típicos del cine para adolescentes. De hecho, en la primera mitad del filme hay escenas que ponen los pelos de punta y que marcan una diferencia notable con, por ejemplo, “Los juegos del hambre”. Entre náuseas y pánico, un adolescente despierta dentro de un vertiginoso ascensor enrejado que lo conduce hasta un extraño campamento de chicos, rodeado de enormes paredones sombríos. Esos paredones ocultan un insondable laberinto que todas las noches cambia de forma. Para colmo, ese entramado de pasadizos está habitado por unos seres espantosos, los “penitentes”, que amenazan con matar cruelmente a aquel que se atreva a cruzar. Pero el recién llegado Thomas (atención con el trabajo del joven Dylan O’Bryen) revierte este miedo y rápidamente se convierte en líder del grupo.
El director Wes Ball se esmeró hasta el delirio por pulir las imágenes y otorgarle a la narración una fluidez inusual. Incluso se aleja de fórmula que establece que para ganar la atención de la platea adolescente hay que plantear romances y escenas amorosas. Nada de eso sucede en esta película. Ni siquiera cuando aparece la primera chica que pone de cabeza al grupo de renegados, algo que se agradece con énfasis. Los que busquen ciencia ficción de la mejor, encontrarán en esta película un entretenimiento que los mantendrán atados a la butaca. Tal vez lo más flojo sea el final abrupto que deja abierta la puerta hacia una segunda parte. Pero el disfrute está asegurado.