Plan de escape
Un ascensor mecánico eleva a un joven. La desesperación de encontrarse en un lugar desconocido lo angustia hasta hacerlo vomitar. Finalmente, lo deposita frente a un puñado de rostros adolescentes que lo observan satisfechos. Él es el nuevo. Lo primero que hace es correr frenéticamente, luego, desplomarse en medio del verde césped.
El lugar adonde nuestro protagonista (Thomas) llega está rodeado por una inmensa muralla. Esta prisión es mecánica, el paredón es un laberinto (el maze del título). Una compleja red que cada día se reconfigura, y que cada noche, oculta la muerte en forma de terrores nocturnos. El terreno al que están confinados, y cuya única salida posible es atravesando ese maze, tiene agua y un bosque. La convivencia en ese sitio recuerda a El Señor de las Moscas del británico William Golding. Hasta parece un guiño que haya un gordito llamado Chuck que juega las veces del Piggy de aquella novela. Los jóvenes (todos hombres) viven en la naturaleza, como si tuvieran que aprender la civilización desde cero. Pero este estilo de vida agreste esta signado por el futuro. Todos los habitantes solo saben su nombre, el resto de sus recuerdos han sido borrados. Es a través de las pesadillas de Thomas, el clásico elegido, que se van a incorporar al relato científicos, experimentos y una visión fragmentada de la tecnología que justifica lo que los rodea. Adolescentes, muerte y un mundo distópico. Acertaron, estamos frente a otra trilogía de novelas young adult americana. Como Los Juegos del Hambre y Divergente, esta vez le toca la adaptación a la serie de novelas The Maze Runner.
El primer tramo de la película, la introducción al universo, no está ejecutada de manera cinematográfica. El cuestionario (con el respectivo tour por el lugar) trae aparejado un juego de preguntas y respuestas que afectan la narración. En ese momento, el esquema de recién llegado para representar nuestra mirada es bastante burdo. Una exposición para despejar las dudas que uno pueda tener sobre ese universo. Cuando el centro de la historia vira hacía la acción, con lucha de poder y la decisión de salir o quedarse, es donde logra mostrar nervio.
Ese futuro distópico presentado por Maze Runner: Correr o Morir es un enigma. El mecanismo de develarse de forma fragmentada nos brinda el gancho suficiente para que sigamos interesados. Las piezas van marcando el recorrido para nunca mostrarse del todo (hasta el final, obvio). Ese es uno de los aciertos del relato. Otro, que la misión de escapar a través de un laberinto habitado por monstruos no intenta ir más allá del material con el que tiene para trabajar. La sencilla propuesta y la clara demarcación de su espacio permiten una cercanía que favorece la empatía. No hay búsquedas profundamente filosóficas o éticas, entiende con que material cuenta y se define como una película simple (por ahora, lo que viene parece ser otra cosa). Su extensión quizás le juegue en contra.
Ese futuro distópico presentado por Maze Runner: Correr o Morir es un enigma.
La premisa de escape y acción se anula cuando queda girando sin lograr romper la barrera narrativa establecida por el laberinto. Pero cuando entra en la recta final, incorporando ese “correr o morir”, gana en interés y vértigo. Principalmente porque no duda en matar si es necesario, aunque lamentablemente, sin la sangre ni brutalidad correspondiente (el nefasto PG-13).
Aún cuándo los mejores exponentes de la ciencia ficción son los que logran cuestionamientos del humano, de su tiempo y la sociedad misma, que Maze Runner: Correr o Morir funcione como entretenimiento, no es algo para menospreciar.