Cuando no se pasan las pruebas de fuego
Hace un año se estrenaba Maze Runner: correr o morir, película basada en la primera de las múltiples (precuelas incluidas) novelas del prolífico James Dashner. No era una obra maestra del cine de ciencia ficción con protagonistas adolescentes, pero sí una más que aceptable incorporación al universo de sagas como Divergente o Los juegos del hambre. El resultado de esta segunda entrega con el mismo director (Wes Ball) y el regreso de uno de los tres guionistas (T.S. Nowlin) no está, lamentablemente, a la altura de la predecesora.
El grupo de jóvenes liderado por Thomas (Dylan O'Brien) ya no permanece en medio de altos muros ni escapando en un laberinto, pero eso no quiere decir que los seis chicos y la muchacha no sigan siendo perseguidos, en este caso por villanos que buscan utilizarlos para inquietantes investigaciones genéticas.
Los escenarios han cambiado (ahora son zonas desérticas azotadas por fuertes tormentas o ciudades con estética post-apocalíptica); los riesgos son otros (aparecen unos zombies que remiten a la serie The Walking Dead), pero la situación es la misma que indicaba el subtítulo de la primera: correr o morir.
El guión es bastante pobre (ni los conflictos ni los personajes tienen demasiado desarrollo o espesor) y todo se reduce a pasar de una amenaza a otra. Los adultos (Giancarlo Esposito, Lili Taylor, Barry Pepper y los malvados Aidan Gillen y Patricia Clarkson) quedan reducidos a meros estereotipos que la trama necesita para avanzar, mientras que la química entre los adolescentes no es particularmente inspirada.
Es cierto que Prueba de fuego tiene algunas escenas de acción y terror bien construidas y un impecable acabado visual, pero eso a esta altura ya es lo mínimo exigible para una producción hollywoodense de estas dimensiones. La solidez técnica está garantizada. La pregunta inevitable es si ese atributo es suficiente. Es tiempo de exigir un poco más que profesionalismo