Era de esperar la secuela de “Maze Runner: correr o morir”(2010), estrenada hace casi exactamente un año en la Argentina. Pero no necesariamente por su poder de taquilla (no colmó las expectativas en ningún país), sino por el universo propio que plantea como saga. Desde ya que no es (ni será) posible ver una sin la otra. Todo, como en “Los juegos del hambre”, está tejido en un red de información que juega a conocer el pasado en cuentagotas y cómo éste juega cada vez más un papel más preponderante. Por otro lado, hay un contenido sub textual que se insinuaba en la primera y se refuerza en la segunda: “Maze Runner: prueba de fuego” habla del poder, el abuso del mismo, la rebelión de toda una generación de jóvenes a los mandatos y a la falta de líderes visibles y, por qué no, un brutal palo contra los laboratorios (si se lo sabe leer) en función del lucro corporativo disfrazado de juramento hipocrático. En otras palabras: si no hay enfermos, no hay negocio.
En la primera entrega basada en el libro de James Dashner, Thomas (Dylan O'Brien) llegaba a una suerte de granja rodeada de gigantescas paredes que no eran otra cosa que engranajes de un laberinto impuesto por una corporación para poner a prueba a los chicos, en el cual no tarda demasiado en erigirse como líder a fuerza romper las reglas establecidas. Esta segunda instalación del cuento comienza exactamente en donde quedó el final anterior. Los chicos son llevados a un destacamento fuertemente custodiado para evitar los fuertes vientos desérticos y el ataque de los Cranks (gente zombi infectada por un virus). Según Janson (Aidan Gillen), el hombre a cargo del lugar, aparentemente están allí para ser llevados, junto con otros sobrevivientes de otros laberintos, a una suerte de paraíso, tal vez el último lugar de la tierra con vida silvestre y alimentos. Claro, nada es lo que parece allí. Primero es separado de Teresa (Kaya Scodelario), el único personaje femenino de la anterior que aquí cobra otra importancia. Luego aparece Aris (Jacob Lofland) un chico solitario que le muestra a Thomas lo que hay más allá de las puertas a las que no tienen acceso.
La apuesta de los estudios por conservar a Wes Ball como director sale airosa pues éste parece haber encontrado la mejor forma de combinar acción y contenido. La estética, el diseño de arte y los efectos visuales se redoblan aquí. En especial en toda la secuencia de la ciudad en ruinas. Es de destacar que todo lo técnico ayuda (y mucho) a contar la historia.
De los tres guionistas anteriores quedó T. S. Nowlin, lo cual le vino bárbaro a “Maze Runner: prueba de fuego”. Es cierto que la obligada fidelidad a la novela obliga a dejar de lado el poder de síntesis para no perder fans, pero de todos modos se las arregla para plasmar en los momentos de transición la intención detrás de una simple historia de ciencia ficción post apocalíptica. Allí se pueden ver los conflictos internos de los personajes con Teresa como catalizador de las acciones y con Thomas como factor de resolución de las acciones. Ambos personajes giran alrededor de algunos dilemas morales cuyo eje principal es cuánto hay que sacrificar en pos de una cura, y más a fondo aún está la utilización de la juventud para preservar el sistema del cual ellos son víctimas concretas.
Ya que sabemos que el escritor no sólo escribió hasta una tercera parte, sino que está a punto de terminar una trilogía que será la precuela, podemos esperar al menos cuatro más, porque es justo decir, o contradecir para ser exactos, el viejo dicho: en este caso, segundas partes son mejores.