Lo que se perdió en el desierto
No deja de ser llamativo cómo el público adolescente viene consumiendo de manera masiva sagas literarias donde personajes de su misma -o parecida- edad sufren como marranos, siempre sometidos a manipulaciones por parte de entidades todopoderosas comandadas por adultos más malos que la peste bubónica. Quizás tenga que ver con esa posibilidad de levantamiento frente a ese poder establecido, aunque surja siempre de la mano de un individuo distinto, una especie de Elegido inimitable e inigualable. Rebeldía canalizada quizás (aunque esta es una interpretación como mínimo apresurada), los éxitos de Los juegos del hambre o Divergente merecerían ser analizados con minuciosidad, porque encima, con avances y retrocesos, la senda parece continuar con Maze runner.
Lo cierto es que con Maze runner: correr o morir la saga basada en las novelas de James Dashner había tenido un comienzo prometedor: un relato que arrancaba en in media res, en el medio de la acción, con una premisa intrigante que luego era desarrollada con suma fluidez por el debutante Wes Ball, apoyándose en un sólido guión de Noah Oppenheim, Grant Pierce Myers y T.S. Nowlin. Es cierto que no era una maravilla, que tenía ciertos pozos narrativos y unos cuantos lugares comunes -eso de ponerle nombres rimbombantes (y redundantes) a todo…-, pero que construía personajes atractivos y dejaba abierta una historia con múltiples enigmas que generaban interés por lo que venía. Por eso, la continuación, que cuenta con el mismo realizador, prometía bastante.
Pero algo se perdió en Maze runner: prueba de fuego. Quizás quedó en ese desierto -que tampoco es tan infernal como prometía- en el que los protagonistas deben adentrarse para huir de esa organización llamada CRUEL que ha sido capaz de disfrazarse de salvadores para seguir siendo sus eternos opresores, siempre en nombre de la búsqueda de una cura que ha asolado a la humanidad. El problema probablemente pase porque al film rápidamente se le acaba lo enigmático o las incógnitas son irrelevantes, con lo que se queda sin un centro de conflicto realmente cautivante y sus más de 130 minutos pesan, y mucho, se notan excesivos, como si quisiera llegar a esa duración para mostrarse ambicioso, pero sin ninguna otra razón válida.
De ahí que Maze runner: prueba de fuego languidezca durante la mayor parte de su metraje, sin profundizar en los dilemas de sus protagonistas, repuntando en fragmentos aislados donde consigue una tensión manifiesta y sostenida -una huída en el medio de las ruinas que juega con lo repulsivo- o desestabiliza la perspectiva tanto de los protagonistas como del espectador -una fiesta que entra en el campo de lo alucinatorio-. Pero la sensación clara y patente es que hay un conjunto flojo, insípido, estático en su estructura narrativa -a pesar de que los personajes están siempre en movimiento- sin un real propósito más que servir de transición hacia lo que será Maze runner: la cura mortal.
Maze runner: prueba de fuego padece el mismo problema que aquejaba a Los juegos del hambre: Sinsajo Parte 1, no tiene razón de ser, se regodea en los laureles conseguidos por su predecesora -que tampoco eran tantos- y le resta muchísima expectativa a lo que viene. Esa gran batalla final que espera en la última película de la saga ya no parece ser tan importante. ¿Nos sigue importando el destino de los protagonistas, sus motivaciones, contradicciones, deseos, virtudes y miserias? Poco y nada.