Una floja película norteamericana que disfraza de clasicismo su falta de ideas.
Me gusta el cine clásico y no considero que la originalidad sea un valor en si mismo. Prefiero Cuando Harry conoció a Sally a Blue Valentine (aunque me gustan las dos). “Pa’ novedad, lo clásico”, dice el refrán. Las fórmulas de Hollywood tan vapuleadas por ciertos espectadores que después corren a ver bodrios europeos con pátina artística son la cuna y el hogar del cine. Un autor que logra contar su historia ateniéndose a esas reglas es como el poeta que fabrica su música y sus ideas dentro del rígido corsé de un soneto.
Dicho todo esto, también es cierto que cuando el clasicismo resulta un refugio para la mediocridad y la falta de ideas, todo se transforma en un tedio insoportable. Y esto es lo que pasa con McFarland: Sin límites.
A priori, una película sobre un deporte (en este caso, el cross-country o running a campo traviesa) con protagonistas humildes que logran escapar de su vida miserable gracias a su sorpresiva capacidad para correr, con la ayuda de un entrenador que ya ha fracasado demasiadas veces y se está jugando sus últimos cartuchos, resulta irresistible. Y más si ese entrenador está interpretado por Kevin Costner y la historia está inspirada en hechos reales.
Jim White (Costner) es un entrenador de fútbol americano que después de perder los estribos varias veces con sus jugadores termina como profesor en un pueblo perdido de California con una población de más del 90% de latinos. El pueblo es el McFarland del título, y allí va a vivir con su muy rubia familia: su mujer (Maria Bello) y sus dos hijas (Morgan Saylor, la hija de Brody en Homeland, y Elsie Fisher).
Pronto White descubre que los chicos no tienen disciplina para jugar al fútbol pero que son muy veloces (no tienen auto y van corriendo del colegio a sus casas y a trabajar los campos) y por lo tanto podrían competir en cross-country. Después de convencer al director de la escuela y a pesar de que no tiene experiencia como entrenador de ese deporte, arma el equipo y se pone a trabajar.
Lo que sigue obedece a la fórmula al pie de la letra: empiezan perdiendo, terminan ganando; algunos desertan por culpa de sus familias problemáticas, pero regresan; la hija adolescente se enamora del líder del equipo; la mujer odia el pueblo y termina haciéndose amigas y queriéndose quedar; cuando el equipo empieza a ganar, a White le ofrecen un puesto como entrenador en una ciudad mejor pero él decide quedarse; etc, etc, etc.
Todo avanza prolija y correctamente, como si estuviéramos asistiendo a la puesta en escena de un guión de ejemplo, el guión rotulado “película deportiva 1”. Ningún personaje tiene vida, ningún conflicto emociona y Kevin Costner tampoco logra inyectarle carisma a una película tan árida como el paisaje en el que se desarrolla.
Hacia el final incluso se cumple con el ritual de mostrar a los personajes reales de la historia y recién ahí uno toma consciencia de que lo que acabamos de terminar de ver nos debería haber emocionado. No ocurrió y, para ese momento, ya es demasiado tarde.