Una vez más, Disney se despacha con uno de esos cuentos de hadas que le salen tan bien. Los condimentos: algo de lo que podría considerarse ‘elemento exótico’ (ahí entran las tradiciones e iconografía mexicanas que desfilan por el pueblo que le da título al film) y el choque cultural que eso provoca ante la llegada de una familia bien gringa; el elemento deportivo (hoy, carreras de cross country) y el clásico componente ‘underdog’, de un equipo que tiene todas las de perder pero intentará sobreponerse a los obstáculos.
El año pasado fue “Million Dollar Arm”, y no quiero entrar otra vez en el reparo de cómo Disney se engolosina con lo exótico, no desarrollándolo con profundidad o llevándolo, en su defecto, al lugar del estereotipo caricaturesco. En este caso, “McFarland, USA” no sale airosa de un trabajo que, entiende uno, podría requerir de un hilado más fino. No estamos hablando de “Slumdog Millionaire”, aquel film donde la fantasía justificaba prácticamente todo, sino de una historia con un tono reposado, realista que, sin embargo, en las manos de Niki Caro, sostiene a flor de piel la ilusión con un exceso de cursilería cuestionable.
Caro –como Lasse Hallstrom, por tirar un lacrimógeno predilecto de la casa- conquistó Hollywood a base de emotividad y misticismo. Hablo de “Whale Rider”. Luego es probable que haya pisado un poco en falso, pero (y aquí nos metemos en el terreno de la apreciación personal) hoy Disney le permite volver a lo que le sale mejor, y la neocelandesa lo resuelve con eficacia y soltura.
Claro que se pierden algunas cosas en el camino, como el desarrollo de ciertos personajes en pos de una concentración hacia la hazaña central de la historia. Claro que hay secuencias de montaje de más (alguno de los entrenamientos) o largas (el lavado de autos); ni hablar de golpes de efecto visuales y auditivos de los cuales la directora abusa sin dudarlo un segundo (incontable la cantidad de planos detalle de las zapatillas de los corredores, ralentis innecesarios, miradas sostenidas y música que empalaga).
Pero da la –grata- impresión de que ella siempre sabe dónde está lo que pregonaba aquella hermosa canción de Don Henley: The Heart of the Matter; el corazón de la cuestión, el quid del asunto. Se da cuenta, en varias escenas que podrían perder por repetitivas, de que las palabras muchas veces sobra y hay momentos en los que el silencio es imprescindible. Además –y esto aquí no es menor- está Kevin Costner. Él es el protagonista absoluto, entiende todo, nunca abusa y en esa magnífica economía de recursos, termina por amplificar una emoción que, al menos en esta ocasión, resulta genuina.