Los primeros cinco minutos de “Avenida Cloverfield 10” no tienen diálogo alguno. Michelle (Mary Elizabeth Winstead) contempla pensativa la ventana; un shock de electricidad genera un corte de luz. Tiene unas cajas en la mano, mira el departamento y se va, dejando sobre la mesa las llaves y un anillo. Sube al auto, para en una estación de servicio, nota algo sospechoso y sigue viaje. Mientras el coche voltea luego de un choque, vemos los créditos iniciales. Luego, aparece Michelle lastimada y atada en una suerte de sótano. Es una apertura magistral, y todo lo que necesita el director Dan Trachtenberg para instalar un estado de ánimo global y establecer el conflicto y la urgencia del personaje principal. Es importante el balanceo entre lo personal y lo global en una ‘disaster movie’. Si todo se está por terminar pero no nos importa lo que le pueda pasar a nadie, estamos en problemas. Aquí nos conectamos instantáneamente con la protagonista y esa empatía se acrecienta con el transcurso del relato al punto de que los dos últimos planos, que la ponen a ella en un lugar muy diferente al del comienzo, no nos generan la más mínima duda. La escasez de diálogo es clave en una película que tuerce algunas bases de género y juega sus cartas de otra manera. En primer lugar, hay un revés en el centro de tensión. Afuera la amenaza parece enorme, pero la batalla por la supervivencia se desarrolla puertas adentro. Trachtenberg confía en la capacidad de las imágenes y, con inteligencia y sin prisa, nos presenta un micromundo de patrones que, por universales, comprendemos al instante. Conocemos, además de Michelle, a Howard (John Goodman) y a Emmett (John Gallagher Jr.); y, a partir de las miradas, la disposición de los cuerpos y las acciones, nos permitimos dilucidar. Sospechamos, confiamos, creemos y dudamos. Todo a la vez para el espectador. Todo bien administrado y dosificado en el guión para que no perdamos el interés, con la excepción de una escena en la que el diálogo sobrepasa lo explicativo. Rara vez aparece un producto tan pintoresco y a la vez tan certero. No hay en “Avenida Cloverfield 10” atractivos fuertes que busquen tapar falencias menores. No hay ruidos a nivel lógico en los eventos de la trama, ni tampoco puntos de giro inesperados o abruptos. Por otro lado, el tono casi intimista del film no choca con sus abismales interpretaciones. Es un buen momento para registrar a Winstead. Ella -y su nariz de chanchito preciosa- se ubica un escalón más arriba de la mera efectividad. Todavía es una actriz subestimada y que no todos registran. Goodman, por supuesto, está genial, y sí: está convocado para hacer lo que suponemos que hará. Más no hay nada malo en lo esperable; el ‘género’ tiene que ver, en su definición, con lo esperable. Sabemos que estamos ante una propuesta superior cuando el género rige ese cúmulo de expectativas que en pantalla vemos hacerse y deshacerse. “Avenida Cloverfield 10”, con su desastre puertas adentro y su John Goodman de remate, juega con nuestro prejuicio y bagaje previo todo el tiempo. Nos sirve algo en bandeja y luego nos toma por sorpresa, amaga con decepcionarnos para luego maravillarnos. Es tan lúcida en su seriedad como en su humor (leve y autoconsciente, desplegado en los momentos justos), y no poco tiene esto que ver con la gente que está detrás. Productores y escritores con pocos créditos en su haber, siempre de calidad y cuidado; siempre de género revisado y potenciado. Algunos más masivos, como J. J. Abrams. Otros, creadores de perlas como “Cabin in the Woods” (Drew Goddard, aquí productor) y “Whiplash” (Damien Chazelle, aquí guionista). Que quede claro que todo lo que esta pieza propone, lo cumple. Especialmente en sus últimos cinco minutos donde, también sin diálogo alguno, desata una furia contenida que por su espectacularidad parece de otra película. Pero no. Es de esta, que es de lo mejor del año. Y estamos en abril.
Hay dos escenas que se suceden en el primer tercio de “Kóblic”. En la primera, el comisario que interpreta Oscar Martínez escucha en el correo del pueblo que el piloto Tomás Kóblic (Ricardo Darín) es militar y, para obtener algo más de información, se lleva al encargado al patio y termina matando a su perro, que no para de ladrar. La escena siguiente lo tiene a Kóblic en una conversación con Nancy (Inma Cuesta) en la cual, tras tres líneas de diálogo, ya están besándose. Ambas funcionan como muestrario de todo lo que está bien y mal en la película. Por un lado está el toque actoral de Darín, refinado y contenido; uno de los infalibles recursos naturales de nuestro cine (de buena labor, la española Cuesta se sitúa en la misma línea). Por otra parte, una alarmante ligereza en la dirección de actores, con una escena –la primera- en la que los matices brillan por su ausencia y se llega al pico dramático en un abrir y cerrar de ojos. Finalmente, allí también Borensztein (director y guionista otra vez) sienta las bases para dos ejes de la trama que nunca son tales: una rivalidad y un romance. Ahora bien, por mera convención, el espectador dirá para si mismo “uh, estos dos se van a matar” o “estos dos se van a enamorar”, pero no vemos una construcción de los personajes que justifique estas cuestiones más allá de la convención. Sin embargo, es desde estos dos ejes que el film pretende desarrollar una tensión creciente y el avance de la historia. Entonces, lo que tenemos de repente es un conflicto enorme que apareció sin información que lo justifique y que se toma muy en serio. Aunque resulta poco probable debido a la temática y la época elegida (un piloto de la armada que se da a la fuga tras desobedecer a sus jefes en 1977), uno desea en algún rincón de su intestino que todo sea un gran chiste, especialmente por la falta de sutileza en los momentos decisivos –ni hablemos del uso del fuera de campo-. Podría decirse que la puesta en escena de una amenaza, pelea y/o muerte implica distintos grados de emoción en líneas generales. No aquí: todo se trabaja por igual, sin recorrido, con una desesperación y torpeza alarmantes. Hay en “Kóblic” una idea de tensión dramática tan errada que la única ‘gran’ revelación de la película (no nos equivoquemos, tiene que ver con el personaje de Cuesta, ya que la razón por la cual el piloto se esconde en un pueblito la conocemos apenas inicia el film –y así y todo, los flashbacks “tormentosos” le dan un innecesario carácter misterioso-) pasa sin pena ni gloria. Quisiera poder rescatar algo más, pero realmente me resulta una pieza fallida, realizada sin seguridad, demasiado confiada en lo que viene dado (el éxito previo de la dupla Darín-Borensztein, muy buenos actores). Y el cine no es algo que se hace así nomás.
No es muy fácil ver con fluidez películas de acción real en las que los animales, animados o no, hablan. No es el caso de “El libro de la selva”. La mayor parte del tiempo se disfruta lo que dicen y cómo lo dicen, en parte debido a la acertada elección de actores para dicha tarea. Hay algo del asombro y la respuesta rápida –especialmente en las variadas especies menos protagónicas- que probablemente venga de aquel montaje hilarante de la BBC. Lo tienen, ¿no? El animal en su hábitat natural, pero reaccionando con el timing de un comediante improvisador. El doblaje, particularmente en Disney, suele cuidar que esas cosas no se pierdan en la traducción. De todos modos, por si acaso recomiendo ver el film en su idioma original. Es una buena película. Sobre todo considerando la doble responsabilidad que debió acatar aquí Jon Favreau, director. En primer lugar, se trata de un proyecto que lleva la insignia Disney, con todo lo que eso implica. Hay un legado previo que fue uno de los éxitos más grandes de la historia del cine y que la compañía del tío Walt querrá cuidar en su mayor parte. Sin ser demasiado aleccionador ni demasiado solemne, Favreau mantiene ese espíritu intacto. Es sólo en las dos canciones (icónicas, y también usadas como motivos durante varios instrumentales del film) donde se percibe cierta incomodidad. Se insertan de forma extraña al relato y a sus interpretaciones les falta convicción, especialmente la del Rey Louie (Christopher Walken, delicioso), que amenaza con un grado de oscuridad que no termina de instalarse. La otra responsabilidad tiene que ver con entretener, lisa y llanamente, y el director la cumple con creces. Sin tomar por tonto al espectador, ofrece la dosis justa de miedo y diversión, de maldad y heroísmo, en una montaña rusa que se resetea con buen timing. La operación es simple: tensión y reposo. El pequeño Mowgli (Neel Sethi) realiza su travesía y se tropieza con obstáculos. En pequeñas secuencias de acción, los va enfrentando; cada vez con mayor dificultad pero también con mayor inteligencia. Allí, entonces, el aprendizaje, también doble. Un protagonista que se transforma, por un lado. Por otro, el público que vuelve a descubrir que nada hace ruido cuando está claro el movimiento. La cámara filma en contra del avance de Mowgli, se choca con él en un efecto que es trepidante; pero el chico no deja de correr. Por eso puede llegar del reino de Louie hasta la aldea de los humanos y luego cruzar hacia la manada de lobos en dos minutos reloj. El cine es único, entre otras cosas, porque nos convence de eso que dicen de que el mundo es un pañuelo. Y de repente, un chico recorre la selva entera en dos minutos. Y nosotros no decimos ni ‘mu’.
Pensé que algo estaba mal con esta película. Comienza presentando personajes variados, entre ellos la protagonista, para quien parece anunciar un recorrido de transformación. Ella es Alice (Dakota Johnson, nacida para la cámara cinematográfica), y le pide a su novio un tiempo para descubrir qué se siente estar sola. Taxi amarillo cruza el puente de Brooklyn mientras suena Taylor Swift. “Como ser soltera” se nos aparece como ligera e inocente desde su forma, un disfraz que viste hasta el último plano. Se disfraza de género también, con la fórmula certificada de la comedia romántica. Sin embargo, si prestamos atención, veremos que se trata de un catálogo humano, genuino y sorprendentemente estático. “No avanza el relato”, pensaba mientras veía un desfile de estereotipos que van y vienen sin cuidado alguno: la ingenua indecisa (Alice), la fiestera incorregible (una desatada Rebel Wilson), la mujer exitosa e independiente (Leslie Mann, bella y filosa; siempre la dosis justa de ternura y comicidad), la “Susanita” (Alison Brie), el Don Juan (Anders Holm), el viudo reticente (Damon Wayans Jr), el “buen partido” (Nicholas Braun) y hasta el “noviero” (Jake Lacy). Entre todos estos encontraremos co-protagonistas sin mucho desarrollo, personajes que aparecen en la historia sin que sepamos de dónde salen, otros que conocemos por una escena y luego no vemos durante un largo rato; las subtramas se abren y cierran más de una vez y la historia no tiene una dirección clara. Pero es intencional. El punto no es que las cosas cambien sino mostrar su naturaleza estable y las justificaciones y contradicciones que la psiquis va tejiendo y verbalizando para atentar contra tal verdad. En este sentido, cada escena funciona como un dispositivo para exponer un punto. A veces de modo más juguetón y contemporáneo (como el paralelismo entre personas y maníes cuando Brie habla de las citas online, o todo lo que tiene que ver con el gastado recurso de poner en pantalla los mensajes de texto), a veces por medio de un intenso monólogo (atención a la escena del chocolate caliente y el árbol de navidad, cortesía de Mann) o una frase desalentadora y desubicada (“no me necesitan más ahora”, remata Wilson, desacreditando lo que en cualquier otra película sería un punto dramático y emocional alto). No tenemos tiempo para conectarnos con los personajes porque el guión está constantemente arrojándonos información y cada vez que surge la posibilidad de un mínimo vínculo, el film lo corta de cuajo o lo suaviza. Y de repente nos reímos, porque hubo un remate cómico o porque nos desconcertó la resolución que la historia eligió en un momento determinado. De todos modos, esta falta de apego emocional no le quita sensibilidad al film. Es decir, que los personajes carezcan de profundidad no implica que no la tengan las ideas que representan. Allí, en la exploración honesta de estas ideas, se encuentra el núcleo sincero de una pieza que no se casa con nada ni con nadie, parándose ambigua y orgullosa en la cima de una montaña. Es refrescante que una película que se vende como una más del montón tenga este nivel de audacia y lucidez. “Como ser soltera” nos zarandea, nos defrauda y se nos ríe en la cara. Quizá haya que verla dos veces, pero una vez que captamos su mecanismo, el viaje es plenamente disfrutable.
No conozco las reglas del boxeo. Nunca estuve en una pelea en vivo ni las he visto por televisión. Mi relación con el deporte es puramente cinematográfica. Para ser más precisos: boxeo para mí significa Rocky Balboa. Dicho esto, creo que “Creed” habla del poder del cine en varios sentidos. Primero le expuesto, que también sucede con el béisbol, o el fútbol americano. La pantalla grande funciona casi como un curso avanzado. No dominaremos los tecnicismos claro; eso es extra-cinematográfico. Toda la información está EN la película. Este factor se combina con otra virtud: la fuerza del relato. Así como entendemos lo que sucede en el campo de juego, registramos de inmediato a sus protagonistas, dentro y fuera de la cancha. En “Creed”, estos son Rocky (Sylvester Stallone) y Adonis (Michael B. Jordan), el hijo de Apolo Creed; y lo que hace el director y guionista Ryan Coogler es mostrarnos, en un mismo movimiento, que Creed (Adonis) es Rocky. Y como “Rocky” es el cine, “Creed” es el cine. Al espectador puede gustarle más o menos, pero ante este nivel cabal de entendimiento, es imposible que se trate de una mala película. “Creed” nos trae ese carnaval cinematográfico de frases hechas, secuencias de montaje y lugares comunes de la trama que uno criticaría sin tapujos si no estuviesen tan sabiamente dispuestos por Coogler. Quizá un par de golpes bajos podrían haberse evitado y puede que haya unos minutos de más, pero el trabajo actoral del trío central –los mencionados hombres y Tessa Thompson, en el lugar del infaltable interés romántico- es tan comprometido y convincente que no lo sufrimos demasiado. Se respira además en la película un aire de consciente actualización. Es algo que Sly ya había hecho con la anterior –y exquisita- “Rocky Balboa”. En cada una de las postas, el material trabajado se vuelve presente y vivo, reafirmando y hasta multiplicando su potencia clásica y original. Tal vez el mejor ejemplo de esta operación sea el (precioso) plano de Adonis corriendo mientras un grupo de motociclistas lo acompaña haciendo piruetas a toda velocidad. Claro está que por más que los mencionados poderes sean garantía de confianza, hay que creerse el cuento, y nadie mejor que el propio cuentista para esta tarea. Stallone –aquí también productor y el film parece co-escrito por él- una vez más se pone en la piel del semental italiano y su corazón enorme traspasa la imagen. No creo que se trate de su mejor interpretación, pero como admirador de su carrera celebro el tardío aunque merecido reconocimiento que la pieza le está brindando. Usted ya vio esta película, pero créame: verla de vuelta es una gran decisión.
Otra vez y para siempre, porque es fundamental, saludable y necesario. Una película que utiliza una canción de rock nacional del modo en que lo hace esta, en medio de una escena climática (por clímax, ¿no?) y cabal de lo que todos entendemos como ‘comedia romántica’, es una película con la sabiduría y el riesgo de aunar lo nuestro con lo universal. Si Hollywood tiene este tipo de códigos en sus “rom coms” y nosotros lo tomamos como referencia cultural consolidada es porque se originaron allí, donde se inscribe la Ley del Cine. No es universal Spinetta para ellos como lo puede ser Roberta Flack para nosotros. No saben quién es y, aunque nos salga el argento y queramos decir, "deberían", viendo "Sin hijos" seguramente salgan de la sala con la necesidad de averiguarlo...aún cuando se trata de una versión distante de la original. Revelo que camuflé innecesariamente una referencia a “Un gran chico”, película con la cual “Sin hijos” comparte ideas, tipologías de personaje, incluso escenas; pero también Winograd se vale de la herencia de Richard Curtis, y hay aquí dosis de "Realmente Amor" y hasta de "Letra y Música", que no es de Curtis pero están Hugh Grant (fetiche de Curtis) y Drew Barrymore. O sea, ABC de la Comedia Romántica. No voy a gastar texto en trazar el mapa de la comedia romántica de afuera: aquella que nutrió y seguirá nutriendo los grandes exponentes nacionales del género en la actualidad. Pero las conexiones son infinitas. En Argentina también. Si precisan detalles lo leen a Javier Porta Fouz, que se tomó el tiempo de echar luz sobre un fenómeno no menor. Todo esto para decir que la importancia de un film como "Sin hijos" no será debidamente registrada. Al igual que "Música en espera" hace algunos años: irá mucha gente, habrá buena crítica, pero quedará como una más; tapada pronto por una nueva "Dos mas Dos" o el corazón de un león. Y no tiene que ver con películas mejores o peores, sino con entender a todas luces de qué se trata esto del género. Ahí es donde se debería pisar fuerte y eso (la canción de Spinetta y su uso como dispositivo "de genero") es quizá lo que no se ve. Tampoco se trata de celebrar el género. Eso es salida fácil. Ejemplos de cine que toman el género pero no terminan de ser redondos hay varios: “Séptimo”, “Betibú”, “Todos tenemos un plan”, “Muerte en Buenos Aires”. Todas grandes producciones, todos nombres importantes, todas con mucha calle, armas y misterios que resolver; eso que parece que se nos da fácil, que nos sale bien pero se ve tapado por algún divismo –intencional o no-, el mal manejo de un excesivo presupuesto o una dirección que no termina de agarrarse del género. Para bien o para mal, el género no traiciona. A Winograd le tardó cuatro películas, pero dos cosas son ciertas. Una, que el camino pudo preverse. La comedia estuvo siempre y lo que ha hecho es afilar las referencias, universalizándolas un poco más; preparar mejor el contexto para que le sirva más a la trama, puntualizando más los espacios y reduciendo la cantidad de personajes; afinar el trabajo de guión (mérito aquí de Mariano Vega), buscando una historia que avance más rápido, sin perder tiempo en nimiedades y cumpliendo con las citas obligadas del género. El romance ha estado en todas sus películas, pero “Sin Hijos” es, sin duda alguna, una Comedia Romántica hecha y derecha, y una –y aquí nuestra segunda certeza- que hace todo bien. ¿Qué es todo? Si lo ya expuesto no alcanza, podemos hablar del protagonista. Un perdedor que no es un perdedor; un galán que no es un galán: una tipología de personaje para la cual es perfecto el perfil de Diego Peretti. Un actor que es estrella pero nunca parece creérselo; que es canchero pero no se esfuerza; que podemos percibir que se las sabe todas y siempre hace lo mismo y lo compramos igual. Es parecido a Daniel Hendler, el actor fetiche de Winograd, y está bien que esta vez Ariel no haya convocado a Hendler. Peretti es más histriónico, un poco más físico. Podemos hablar de la importancia –doble- de los actores infantiles en el cine nacional. No es la primera vez que señalo que hay que darles bola, que en las películas que nadie los está dirigiendo, se nota. Si se los guía bien, nos podemos encontrar con gente como Guadalupe Manent. La importancia es doble porque en la Comedia Romántica los chicos suelen ser fundamentales. Es carta de género. Por último, hago mención a la generosidad para con los personajes secundarios. Esto es, su cuidadoso registro, su recurrencia y su aparición siempre en pos del avance de la trama y no como mero recurso cómico o excusa. Son inolvidables, no un accesorio, como sucede en los mejores exponentes del género. Y aquí son interpretados por actores que están ‘al servicio’. Dejando afuera a Martín Piroyansky, que todo lo entiende: Pablo Rago, Guillermo Arengo, Horacio Fontova, Jorgelina Aruzzi, Marina Bellati…los hemos visto en otras películas siendo estrellas o queriendo parecerlo pero aquí no es necesario. Eso no es mérito de los actores, sino del director y su claridad.
Una vez más, Disney se despacha con uno de esos cuentos de hadas que le salen tan bien. Los condimentos: algo de lo que podría considerarse ‘elemento exótico’ (ahí entran las tradiciones e iconografía mexicanas que desfilan por el pueblo que le da título al film) y el choque cultural que eso provoca ante la llegada de una familia bien gringa; el elemento deportivo (hoy, carreras de cross country) y el clásico componente ‘underdog’, de un equipo que tiene todas las de perder pero intentará sobreponerse a los obstáculos. El año pasado fue “Million Dollar Arm”, y no quiero entrar otra vez en el reparo de cómo Disney se engolosina con lo exótico, no desarrollándolo con profundidad o llevándolo, en su defecto, al lugar del estereotipo caricaturesco. En este caso, “McFarland, USA” no sale airosa de un trabajo que, entiende uno, podría requerir de un hilado más fino. No estamos hablando de “Slumdog Millionaire”, aquel film donde la fantasía justificaba prácticamente todo, sino de una historia con un tono reposado, realista que, sin embargo, en las manos de Niki Caro, sostiene a flor de piel la ilusión con un exceso de cursilería cuestionable. Caro –como Lasse Hallstrom, por tirar un lacrimógeno predilecto de la casa- conquistó Hollywood a base de emotividad y misticismo. Hablo de “Whale Rider”. Luego es probable que haya pisado un poco en falso, pero (y aquí nos metemos en el terreno de la apreciación personal) hoy Disney le permite volver a lo que le sale mejor, y la neocelandesa lo resuelve con eficacia y soltura. Claro que se pierden algunas cosas en el camino, como el desarrollo de ciertos personajes en pos de una concentración hacia la hazaña central de la historia. Claro que hay secuencias de montaje de más (alguno de los entrenamientos) o largas (el lavado de autos); ni hablar de golpes de efecto visuales y auditivos de los cuales la directora abusa sin dudarlo un segundo (incontable la cantidad de planos detalle de las zapatillas de los corredores, ralentis innecesarios, miradas sostenidas y música que empalaga). Pero da la –grata- impresión de que ella siempre sabe dónde está lo que pregonaba aquella hermosa canción de Don Henley: The Heart of the Matter; el corazón de la cuestión, el quid del asunto. Se da cuenta, en varias escenas que podrían perder por repetitivas, de que las palabras muchas veces sobra y hay momentos en los que el silencio es imprescindible. Además –y esto aquí no es menor- está Kevin Costner. Él es el protagonista absoluto, entiende todo, nunca abusa y en esa magnífica economía de recursos, termina por amplificar una emoción que, al menos en esta ocasión, resulta genuina.
Es una de estafadores y engaños. “Con men”, le dicen al subgénero, para ser más precisos. La historia es la de un estafador muy bueno (Will Smith) que incluye en su equipo a una principiante que resulta talentosa (Margot Robbie, en ascenso). Se enamoran. Luego de un primer trabajo exitoso, se distancian y vuelven a encontrarse tiempo después en una estafa incierta y riesgosa. Si no confían en mi sinopsis y gustan de los trailers, allí encontrarán todo esto y más. Y mejor. No sé si había una gran película aquí, tampoco creo que se trate de algo malo. Se deja ver, diríamos. De todos modos, me parece apropiado señalar una falta de fluidez narrativa, con obvias y pesadas secuencias que le restan dinamismo a la trama, además de una elipsis que debió ser más breve para generar mayor expectativa y credibilidad. Por otro lado, aparece una cierta desconfianza de los directores (también autores del guión, Glenn Ficarra y John Requa, peculiar elección) en el género, como si el hecho de saber que siempre hay un engaño a mano justificase cualquier tipo de información dudosa o inverosímil que luego será esclarecida en un diálogo revelador o a través de un ‘flashback’. Es extraño. Los largos flashbacks de “Focus” contienen más dinamismo y emoción que las escenas que los preceden. Sólo una –la de las apuestas en el partido de fútbol americano- sale airosa, construyendo un ‘crescendo’ dramático que revela la estafa sutilmente, en medio de la acción; aunque luego un flashback se encarga de detallarnos el engaño. Esta regla de “el flashback nos salvará” se sostiene hasta los últimos momentos donde, por otra parte, se acumulan una serie de giros sucesivos que se acercan al agotamiento. Más allá de Farhad (una hilarante creación de Adrian Martinez que tendría que haberse explotado más), la película carece de humor. Más allá de una primera escena de “entrenamiento” en la nieve y una secuencia de robo colectivo, el film no encuentra gracia. El intento de inclusión de un villano que no es tal, es cuestionable. La química de ambos –bellos- protagonistas con la cámara, es innegable. Entre ellos, habría que revisarlo. Es cierto que la segunda parte del relato hace ‘foco’ en el poco creíble drama romántico de los personajes, perdiéndose bastante de una cuota de juego y diversión que podría haber sido mayor. “Hancock”, por ejemplo (por mencionar una gran película con Will Smith), contaba un potente romance a la vez entretenido, cómico, vital. Y era una de superhéroes. Tomá pa vos “Birdman”, de paso.
Esto ya le había pasado a Christopher Nolan en “El Origen”, lo de contar una historia que ponía en evidencia sus limitaciones como autor y por lo tanto, como director. Sus ideas de guión, cuando superan el nivel de ambición promedio que maneja, necesitan de un acompañamiento visual y técnico total y su película se empasta. Todo se muestra mientras se cuenta, no hay lugar para el misterio y lo que está sucediendo debe ‘cerrarle’ al espectador, a quien Nolan no le deja escapatoria, amplificándoselo en la cara: con la música, con la emoción, con el trabajo de los actores (es sorprendente ver actores medidos y de perfil bajo como Matthew McConaughey y Jessica Chastain en una cruzada sentimental que, den tan premeditada, termina por amputar sus dotes interpretativos). Esta debilidad encuentra en “Interestelar” su punto máximo en un momento -llamémoslo ‘el de la biblioteca sobre el final’- que precisa inevitablemente de la comprensión del público, y lo que hace el director es servírselo en bandeja, sin consideración de lo anteriormente acontecido y revelando la arbitrariedad de gran parte de la trama. “Interestelar” no tiene en principio nada que ver con las temáticas que Nolan filmó antes, pero sí comparte con “El Origen” la sensación de que estamos ante algo importante. Y si esa sensación ya la percibíamos antes de ingresar a la sala, la película se asegura de que no dejemos de tenerla en el cuerpo. Se trata de otro film revestido, cargado de sentido desde afuera (de la expectativa ante algo nuevo de un tipo como Nolan, siempre en la fina línea entre el lugar de ‘autor’ y el de un realizador más) y desde adentro, con todo lo que la historia nos quiere contar y cómo lo hace. ¿Viaje al espacio? ¿Abandonar la tierra para no morir en ella? ¿Una nueva vida en una nueva galaxia? ¿Data cuántica? De todo esto nos está hablando “Interestelar”, con la familia y el sacrificio por amor como telón de fondo. ¿No debería ser al revés? El tema de una película, sobretodo en los grandes entretenimientos, se halla adecuadamente en los dominios del corazón y de los valores universales, y aunque nadie lo subraya, siempre sale a flote. Es el centro no declarado. Sin embargo, en “Interestelar” (como en “El Origen”) lo central, de repente indisimulable, ocupa una posición indiscutible, dejando mal parada a la temática de fondo, volviéndola incluso risible, como sucede con todo el tratamiento emotivo de esta película que no llega a ganar un lugar porque lo otro es más pesado; porque a Nolan le importa más y nos lo quiere decir aunque se le escape de las manos, diciéndolo mal o sin gracia. Se podrá argumentar que se trata de un entretenimiento y que así hay que analizarlo, sin darle tanta vuelta. Pero me parece una salida fácil porque hay un director que no puede admitir estas cuestiones como algo menor; como una excusa para contar otra cosa. Ya lo hacía “Gravedad”, cuyos planos más cuestionados –aunque poéticos al fin- no hacían otra cosa que recalcar su innegable centro emocional, que Cuarón supo acompañar dándonos una aventura espacial con pulso y tensión humana. ¿Eso es poca cosa? En “Interestelar” ni siquiera se siente la adrenalina de viajar al espacio. Es más, tampoco le interesa a Nolan que técnicamente eso sea verosímil, cuando hoy el cine y en una producción de esta envergadura le otorgaban lugar para mayor espectacularidad en este punto –de nuevo “Gravedad”, que nos mostró el espacio como jamás lo vimos-. La película, interesada porque nos enteremos de ‘otra cosa’, deja de lado ese momento cabal de entretenimiento. Entonces no: no puedo ver el film únicamente desde esa óptica porque no me parece que haya sido construido así y no califica del todo para ese tipo de análisis. Vayamos por un segundo a “2001: Odisea en el espacio”, que fue y será todo lo que se nos ocurra pero, ¿entretenida? En este lugar se la puede emparentar con lo último de Nolan, puesto que Kubrick jamás escondió sus raíces filosóficas, pero la película daba herramientas como para disparar y analizar después si uno tomaba esa decisión. No así “Interestelar”, que lo tiene a Michael Caine desglosando ecuaciones –al igual que en “El Origen”- que a fin de cuentas son un gran engaño. Todo lo que Nolan quiere decir, aunque atado con moño en una primera impresión, baja hacia este lado de la pantalla con dudas. Y si vos dudás Christopher, nosotros desconfiamos y no nos generás un interés genuino. Incluso me pregunto hoy algo que es peor: si Nolan realmente quiere que discutamos estos temas. La ciencia ficción siempre invita a pensar. Me pregunto sinceramente si, como hacía con el trompo en “El Origen”, su intención es que no salgamos de su cabeza; que veamos y sepamos sólo lo que él pretende y que creamos, entusiasmados, que con eso alcanza. Porque si hay algo que Nolan hace bien es meternos en una montaña rusa. Su manera de acumular información sin bajar el ritmo ni un segundo, volviéndose imparable sobre el final, ni siquiera nos deja procesar lo que acabamos de ver. Su proceder es ingenioso y el impacto es fuerte. Deberíamos probar no sucumbir ante ese impacto; no dejarnos avasallar por toda esa ametralladora temático-visual y dejar reposar “Interestelar” para preguntarnos: 1-¿Qué nos está diciendo?; 2-¿Cuán interesante es?; 3-¿Quiero saber más? 1-Un cúmulo de barrabasadas que se posan como fundamentales y hacen quedar a “Avatar” como obra maestra. 2-Poco. 3-No, y temo no encontrar mucho en el fondo. Veamos más. Se te puede ir todo a la cabeza, pasándote de rosca y dando un paso en falso. Ni más ni menos lo que podría decirse que le pasó a Aronofsky con “Noé” (“The Fountain” fue un fracaso comercial pero su ambición temática y de género era mucho más noble y despertaba genuino interés). La cuestión es que Nolan ya lo hizo dos veces…descaradamente. Hay que tener cuidado (nosotros desde la crítica y el público por su parte) con el lugar en el que ponemos a lo directores. Cuando Todd Phillips venía infladísimo de “Qué paso ayer”, se estrenó “Todo un parto”. Se dijeron cosas excesivas de la película y se pudo comprobar con el cierre de aquella trilogía que quizá la celebración no era para tanto. No voy a decir que no hay discusiones tras este estreno: podemos hablar sobe el género de ciencia ficción, la sobrevaloración de un realizador, el peligro de la expectativa a la hora de evaluar un film. Quiero creer que el cine también es toda esta posibilidad de debate, y en eso Nolan nos volvió a sacudir un poquito. Le damos un punto por eso.
No voy a hacerme el especial, pero hago canciones y terminar de componer una es para mí una sensación cercana a la del orgasmo. Estoy siendo subjetivo, y desde este lugar me atrevo a decir que John Carney logró producir algo semejante cuando Chico y Chica tocaban “Falling Slowly” en aquella tienda de música. 7 años después, el director nos sitúa en New York, ciudad en la que su “Once” se volvió un suceso teatral, ganando el premio Tony a mejor musical. Carney no reniega de su lugar actual; sabe que en Hollywood las cosas se hacen distinto y lo deja en claro en la segunda conversación que tienen Dan (Mark Ruffalo) y Gretta (Keira Knightley). “Podés mantener la autenticidad, pero de alguna forma tenés que lograr que la gente venga a verte para que a partir de allí la música haga su trabajo”, le dice él. Y podríamos aplicar dicha lectura a la película: “traelos a Ruffalo y a Knightley si igual vas a complacernos con un orgasmo (o algo parecido: usted lo llama como quiera, pero no se atreva a negar su magia)”, que es más o menos lo que acontece cinco minutos antes de esa conversación. Es una canción, digamos, pero es, de vuelta, algo más que eso…difícil explicarlo. Debe ser visto. Aunque está protagonizada por dos estrellas de primerísima línea, el film tiene espíritu de película chica (que se sabe grande –ya no existe forma peyorativa para tal expresión-): sabe cuándo contenerse, reconoce la importancia del silencio y evita los momentos estruendosos. Retoma de “Once” la preponderancia de la canción, el entusiasmo colectivo por un proyecto genuino y una verosímil pintura de la industria discográfica y artística. Carney también se burla de todo aquello en lo que su ópera prima se transformó (una mutación e identidad corrompidas que se reflejan en el personaje de Adam Levine, especialmente concentradas en su vestuario de la escena del parque), aunque recupera los códigos de la comedia romántica allí usados para contar, una vez más, una historia de amor trunca, inconclusa. Lo que distingue a “Begin Again” de otras comedias románticas es que las canciones, al ser parte concreta la vida de los personajes, jamás aparecen como mero adorno; sino más bien los modifican dramáticamente. ¿Esto la convierte en una comedia musical? No. Quizá “Once” tampoco debió haber hecho ese cruce de género, aunque pareciera lo indicado. A veces las cosas parecen pero no son. Dan, el complejo protagonista de este film, borracho, depresivo, prácticamente autoretirado y pasado de moda en sus valores que van a contracorriente del mundo actual; no tiene una buena relación con su hija adolescente se separó hace un año. Nos vamos enterando paulatinamente. Parece mucho, ¿no? Casi un estereotipo. Pero Carney sabe que Ruffalo no puede ser un estereotipo; y que le aportó una cuota clave de humanidad a la comedia romántica de la década pasada. De hecho, y sin ánimo de exagerar, su actuación aquí es de una excelencia que los premios deberían recordar al final de la temporada y que si no lo hacen es porque esta película no está revestida para la academia y si Ruffalo no entra por decantación (como lo harán algunos actores de películas malas como “Perdida”), probablemente ni siquiera lo haga. Su interpretación es la del borracho noble que Johnny Depp pudo convertir en nominación pero que también merecían el Bob Thornton de “Bad Santa” y el Kevin Costner de “The Upside of Anger”. Mencioné el título original sólo una vez. Quería tener cuidado con “Begin Again”, pues habla de recomenzar y es apropiado para la película, a la cual le pusieron un título en español horrendo. Sin embargo, en la función a la que yo asistí, se leyó otro título en los créditos, y creo que ahí está la clave. “Can a song save your life?” es otro nombre que el film maneja. Acá se equivocaron y le agregaron ‘amor’ (yak!), como si lo otro no fuese lo suficientemente fuerte por cuenta propia. No estamos hablando de una gran película, pero no la minimicemos y hagámosle justicia dejándola preguntar lo que realmente está preguntando: ¿Puede una canción salvar tu vida? Ahora es otra cosa, ¿no? Hagan sus apuestas. Un último detalle, de melómano nomás. El compositor de las canciones del film es Gregg Alexander; un músico espectacular que cantaba en la banda New Radicals y luego –por suerte- se dedico a producir y componer para decenas de personas. Bajen ese (único) disco de New Radicals si les gustan las canciones de este film. Es un discazo.