De cómo White se convirtió en Blanco
McFarland: sin límites es una película para reseñar en piloto automático. Bajo el sello Disney, una historia de superación personal enmarcada en el ámbito de una competencia deportiva y con una celebración del diferente, simpática y sin demasiada dificultad formal para el multitarget. Así como se presenta, otro de esos films hechos con un guión corregido por integrantes de Naciones Unidas – División Cine Para Bienpensantes. Todo esto, repito, si uno se pone el piloto automático, tan habitual en esta actividad.
El piloto automático en la crítica de cine es muy placentero, porque básicamente no hay que hacer ningún esfuerzo intelectual. Pero trabajemos un poco, esforcémonos que no es tan duro. Y pensemos un poco lo que este film de Niki Caro nos pone por delante, para ver que es todo bastante más complejo de lo que parece.
McFarland: sin límites muestra a una familia norteamericana blanca que, por problemas laborales del padre, recala en un pueblito del sur de California perdido en los radares del capitalismo. Allí habitan mexicanos, que trabajan en las cosechas. Una sociedad que arrastra las costumbres de su tierra, pero que las decodifica -obligatoriamente- al nuevo espacio que ocupa: la interrelación cultural se da por decantación, no hay necesidad de subrayarla. Y hay un “dejar ser” por parte del Estado norteamericano porque, en definitiva, este puñado de personas son las fuerza laboral que la burguesía precisa, aunque sea como espejo donde envanecerse. Hasta ese lugar, pues, llegará este hombre y padre de familia, profesor de educación física, junto a su esposa y sus hijas. El choque será tenso en un comienzo, generado más por los prejuicios propios que por lo externo. Aunque, está claro, ¿quién es el extranjero en esta situación?
En una película de estas características, el extranjero sería el que viene de afuera, el bruto, el ingenuo al que hay que educar. Aún con un toque saludable de autoconsciencia sobre su mirada primermundista, el año pasado otra de Disney, Un golpe de talento, nos hablaba un poco de eso. Pero aquí la educación circulará en otras direcciones: serán Jim White (fabuloso Kevin Costner) y su familia quienes tendrán que incorporar y asimilar la cultura ajena. Como en Gran Torino, donde el intolerante que interpretaba Clint Eastwood terminaba aceptando al otro como un par, esta es una película que apuesta por la integración con riqueza de conceptos, que valoriza la impronta del inmigrante, que no se va en ideas banales de multiculturalismo vendible a lo Comer, rezar, amar. Para tratar de comprender al otro, Costner va y trabaja un día en la cosecha, como los mexicanos. Y les reconoce después, por cómo le duele el cuerpo, que ese fue el peor día de su vida. Es decir, labura, pone el hombro, no se hace un viajecito a la India para ver qué lindo el templo de moda y luego subir las fotos al Facebook donde se lo ve rezándole a una religión que desconoce, mientras espera el disparador automático de la cámara de fotos.
Y por si no se entiende, hay otro detalle más sustancioso: White -que progresiva y paradójicamente va convirtiéndose en Blanco- y su familia redescubren esos valores oxidados y más mitológicos que reales del “sueño americano” a partir del sentimiento de una población extranjera afincada en su propio país. No de gusto, McFarland lleva por subtítulo en el original USA, es decir, una reafirmación de que ese lugar, construido sobre la base de la integración, la tolerancia y el cruce de raíces, es la Norteamérica que alguien soñó alguna vez, pero que finalmente no fue. Esa apelación a lo idílico es notable, y se potencia con una magistral secuencia donde el himno estadounidense va adoptando un registro folklórico y la imagen, una sustancia diáfana. McFarland: sin límites se define así como una película sobre un paraíso perdido, que no es otra cosa que un país soñado por muchos y padecido por varios.
Todo esto dicho, por si hacía falta, con una claridad expositiva abrumadora, con una narración que fluye perfectamente y con la comodidad que ofrecen las buenas historias deportivas para que el relato descanse sobre sus espaldas. Y sobre la espalda de Kevin Costner, el más clásico de los actores contemporáneos, dueño de una dignidad y nobleza -como se ha dicho- heredada del western y que combina perfectamente con la poética de los films deportivos. En McFarland: sin límites las emociones son las del equipo de improbables luchando contra las adversidades. Claro que hay algunos clichés, claro que hay rasgos exagerados, claro que hay algunas villanías un poco innecesarias. Pero el centro del film de Caro es la integración y la aceptación del otro, y eso se logra no sólo porque se lo sugiere con precisión, sino porque hay una fidelidad y un respeto por la lengua, las costumbres y los modos del otro que no es de abundar en el cine de Hollywood. Una sorpresa.