Las cosas son así: él es un actor famoso; ella, una actriz desconocida. Ella se enamora durante un rodaje, se casan y, como suele suceder, recién ahí se conocen. Ella se da cuenta de que él no es lo que parece; y él, para recuperarla, empieza a fingir ser lo que ella desea. Hasta aquí, lo que seguramente sabe. Después, el asunto se invierte y es ella la que toma las riendas del asunto (no, eso lo ve en el cine). Este film argentino “grande”, el primer “tanque” nacional del año, tiene todo lo que una película “de Adrián Suar” (actor, sí, pero sobre todo productor) suele tener: la búsqueda de una narrativa de tradición hollywoodense (eso está bien), el lenguaje llano argentino -más bien porteño- y las frases cómicas. Pero hay algo de apresuramiento, de cosa sin terminar que deja situaciones flotando e irresueltas. En medio de todo esto, el film se sostiene en dos elementos: la química entre los protagonistas (que ya funcionaba bien en Un novio para mi mujer) y Valeria Bertuccelli. Bertuccelli es la gran comediante que no teníamos y tiene derecho a ser considerada una estrella. Sea al lado de Suar, de Daniel Hendler, de Graciela Borges o trabajando en el extraño mundo de Martín Rejtman, siempre “engrana”, siempre comprende el juego que está jugando sin fallar una sola vez. Aunque Suar está simpático, es Bertuccelli la que pone la pimienta y el picante en este plato de comedia romántica y lo que permite tolerar algunos lugares comunes más bien molestos.