La era de la boludez
Me casé con un boludo o esa nueva tendencia del cine nacional de mirar con lupa las grietas del matrimonio heterosexual y monógamo.
Es una rara coincidencia el estreno, con pocas semanas de diferencia, de dos comedias románticas argentinas que tienen al matrimonio como centro: Una noche de amor, de Hernán Gerschuny, fue la primera, y apostó a la identificación fuerte con la comedia norteamericana para contar los encuentros y desencuentros de dos (Carla Peterson y Sebastián Wainraich) a los que la rutina familiar y laboral tiene un poco alejados, enamorados sin romanticismo. Me casé con un boludo es por su parte la séptima película de Juan Taratuto, un director que representa un fenómeno extraño dentro del cine argentino porque apostó desde su primera película al cine industrial y a trabajar con una serie de actores que mayormente venían de la tele (Diego Peretti, Pablo Rago, Pablo Echarri), y tratando de capitalizar esa popularidad para ofrecer productos atractivos al gran público.
La pareja de Valeria Bertucelli y Adrián Suar en Un novio para mi mujer (2008) fue el gran hit de Taratuto, sobre todo por ese personaje memorable de La Tana con el que Bertucelli se instaló como una actriz de comedia conocida. Y son varios los rasgos que estaban presentes en esa película –como el costumbrismo en el personaje del Puma Goity, chanta, un galán de barrio, o la italianidad calentona de Bertucelli- los que aparecen también en Me casé con un boludo y revelan un vínculo con una tradición muy diferente a la de Gerschuny, la de la comedia argentina de los ochenta y hasta programas como Matrimonios y algo más, que desde los sesenta hasta fines del menemismo exprimieron la risa con imágenes de las personas casadas que eran más propias de otra época.
Una de esas uniones estereotípicas, la del salame con la mujer más avivada, está en la base de Me casé con un boludo y es con toda probabilidad la responsable de su centro profundamente anacrónico, que intenta mezclarse con una versión más contemporánea del amor de pareja pero al mismo tiempo la repele y excluye. Acá, Fabián Brando (Adrián Suar) es un actor conocido, tiene una modernísima casa vidriada con pileta y un antiquísimo representante (Norman Brisky) que viste pantalón con tiradores, piloto y sombrero, como una especie de parodia local de un agente del cine clásico de Hollywood. Brando es egocéntrico, se desvive por figurar, se palpa los músculos para comprobar que la flacidez no le está ganando una batalla que él vive como una épica, pero cuando conoce a Flor (Valeria Bertucelli) en un rodaje, algo cambia.
Ese personaje de Suar al comienzo de la película es lo mejor de Me casé con un boludo: un boludo real y caricaturesco, pero que no sobrevive más de media hora antes de que Suar lo abandone casi por completo y empiece a actuar de lo que siempre supo hacer: de Suar. Sucede que al poco tiempo de casarse Flor, horrorizada al descubrir que le pasó lo que anuncia el título, les cuenta a lxs amigxs que está desesperada por el error que cometió, y Fabián la escucha. A partir de ahí todo es comedia de enredos, con pedido de ayuda por parte de él a un guionista para que le pase letra, y otros intentos absurdos por armar un personaje que pueda enamorar a su mujer basados, todos ellos, en cierta idea del matrimonio como puesta en escena, como arte de fingir ante el otro: Fabián hace de cuenta que no es un idiota, esconde la Playstation, regala joyas, hace terapia, y Flor sonríe con muecas de felicidad impostada. Esa noción anticuada y el repertorio de engaños y malentendidos que convoca (algunos muy buenos, pero que la película va dejando atrás casi como si los olvidara, lo mismo que a sus personajes como el guionista o el falso psicólogo) se combina sin embargo con un giro hacia la idea de pareja más moderna fundada en la comunicación y la confianza mutuas, que se consigue al precio de una inconsistencia feroz, y deja la impresión de haber visto no una sino varios retazos de películas.