El mundo fue y será una porquería, ya lo sé
Da toda la sensación de que la obra de Alejandro Agresti va a contramano del cauce natural de los efectos del tiempo. Responsable durante su etapa europea de películas rupturistas para el acuciante panorama del cine argentino de fines de los 80 y comienzos de los 90 como El amor es una mujer gorda y El acto en cuestión, el último lustro lo encuentra decidido a abrazar todos y cada uno de los tópicos a los que antes parecía oponerse. Tanto el ejercicio casi amateur que fue No somos animales –film que, después de mil problemas de producción y derechos, se exhibió en el Bafici del año pasado– como Mecánica popular operan como plataformas para que el director de Un mundo menos peor y Valentín le pegue de lo lindo a todo aquello que no cuente con el beneplácito de su cosmovisión. Un “todo” que es más todo que nunca: aquí se despacha, entre otras cosas, contra la modernidad, el snobismo, los jóvenes, los viejos, el negocio literario, la política, la intelectualidad y, claro, las mujeres, que según él podrán ser cualquier cosa menos inteligentes.
Tenía razón el crítico Horacio Bernades cuando, durante la cobertura para este diario del Festival de Mar del Plata del año pasado, en el que Mecánica popular ocupó un inexplicable lugar en la Competencia Internacional, diagnosticó que el film “atrasa unos treinta años en términos de representación y algo más de un siglo en lo ideológico”. Al fin y al cabo, el carácter retrógrado trasciende el contenido para contaminar también la forma. Secuaz de Eliseo Subiela en la cruzada por tematizar las consecuencias de la dictadura mediante apariciones fantasmales y en concebir a los hombres como seres atribulados por el pasado y a las mujeres como meros objetos de deseo, Agresti hace del dueño de una editorial especializada en publicaciones de filosofía, historia y psicología (Alejandro Awada) su portavoz, poniendo en boca de él un sinfín de diatribas que comienzan cuando llegue a su oficina una escritora (Marina Glezer) dispuesta a todo con tal de recibir una devolución de su libro.
Algo –no mucho– más depurado que su trabajo anterior, el film campeará entre ese encuentro nocturno, regado por unos buenos litros de whisky y plagado de intentos de seducción y charlas sobre la “alta cultura” entre ella y él primero y entre ambos y el sereno (Patricio Contreras) después, y los sucesos de la mañana siguiente. La dinámica del trío estará regida por los imperativos de un guión escrito a pura enciclopedia, pródigo en referencias literarias carentes de cualquier armonía dramática, lo que obliga a los intérpretes a moverse en un tono deliberadamente desaforado. Guión que también incluirá una cuota de fantasía gracias a la irrupción del personaje de Romina Ricci, quien encarna al que fue el gran amor de la vida del editor. Por esas oficinas también andará, ya cuando el sol esté bien arriba del horizonte, un Diego Peretti tan perdido como la película toda.