Marionetas sin control
Agresti nunca fue un tipo mesurado. Sus mejores películas, incluso, hicieron de la desmesura un modo de conciencia en un contexto especial para el cine argentino posterior a la democracia, donde hacía falta un sacudón importante en la renovación de formas a la hora de dar cuenta de la dictadura. Tras su paso por Hollywood regresa con este film plagado de gritos, donde el arte de la declamación parece ser el principio rector a la hora de vomitar resentimientos y sentencias de trasnochado. Tal actitud, lejos de la transformación que alguna vez propuso su cine, pareciera revivir los fantasmas de títulos como Darse cuenta (Alejandro Doria, 1984). En este sentido, Mecánica popular abre la puerta al rancio panorama de aquella época donde cada palabra implicaba la búsqueda de una frase célebre.
Se sabe: las buenas intenciones mal acompañadas no tienen destino asegurado. La cuestión es que Agresti “trae Hollywood a la Argentina” y se encarga de mostrarlo en la secuencia que abre la película, donde el editor Mario Zavadikner (Awada, quien sobreactúa hasta con la mirada) ingresa a una oficina que nada tiene de color local. Su pose, sus primeros movimientos y el ámbito en el que circula son propios del imaginario yanqui. A punto de suicidarse, una joven interrumpe y le exige ser atendida. Ha escrito un libro y se lo han rechazado. Si el conflicto es una punta interesante para desarrollar una pieza de cámara con ribetes policiales, la película pierde el rumbo enseguida cuando desdobla temporalmente la acción como una excusa para sacar a relucir una caterva de rencillas generacionales, resentimientos contra críticos, basureada a los jóvenes, y otras tantas sentencias oportunistas que conectan con los peores exponentes del cine que alguna vez el director enfrentó con propuestas intensas y radicales.
El resultado, a pesar de mantener una atmósfera de encierro captada con dinámicos movimientos de cámara, termina cediendo el trono a la catarata verbal. Ni siquiera la presencia de Patricio Contreras, como tercero en cuestión que pone en crisis la disputa corporal y dialéctica binaria (gracias una vez más Cassavetes), logra apaciguar el aire de importancia insoportable que despliega el alter ego del director, un señor que nos viene a enseñar que no se puede ser contradictorio, que les hace decir a los personajes “no se puede duchar una vez en París y otra en el pueblo” o “al final somos todos iguales”, que demuele el esnobismo de la crítica y a continuación desplaza la cámara hacia el Guernica de Picasso para cerrar la historia.
Es una verdadera pena que la sensibilidad de un director como Agresti haya devenido en algo tan poco popular y mecánico: una acumulación de todos los defectos de su filmografía.