El cielo puede esperar.
Estamos ante la última película del director Alejandro Agresti, que a 30 años de su primera aparición cinematográfica retoma de El Amor es una Mujer Gorda (1987) la temática de la censura editorial que existió en Argentina durante la última dictadura militar. En ambas pone de manifiesto en el personaje principal el desencanto con la realidad que le toca vivir a nivel personal y generacional. En aquella oportunidad optó contarlo desde la visión de un periodista y en esta ocasión elige la óptica de un director de una editorial. La similitud de los personajes radica en que están atravesados por los desmanes de la locura.
El título del film, Mecánica Popular (2015), remite a una famosa revista de colección de artículos publicados durante 1947-2003 donde coexistían productos de diversa índole con el objetivo de informar al lector las novedades del universo técnico. En este sentido, la película también busca mostrar la multiplicidad de voces -en lugar de productos- que se corresponden con los distintos valores del mundo moderno. Esta premisa, presente en toda la historia, comienza cuando el director de una editorial, Mario Zavadikner (Alejandro Awada), a sus 50 años se refugia en el alcohol, dejando de lado la filosofía que tanto lo apasionaba de joven y que lo impulsó a escribir y publicar revistas sobre el psicoanálisis, esas mismas que en la actualidad quedaron encapsuladas en un simple contexto literario “snob”. Situación que no sólo lo preocupa sino que lo lleva a replantear los valores de su editorial a raíz del encuentro inesperado con una joven escritora, Silvia Beltrán (Marina Glezer), que se encuentra al borde del suicidio por la no publicación de su novela y que le cuestiona acerca de las razones del no querer ni siquiera leerla. En esa madrugada turbulenta, donde también entraba en los planes de él quitarse la vida, ambos comienzan a pensar y repensar la ética y las creencias del modernismo. La trama gira en torno a quién salva a quién, si él a ella mediante la publicación de la novela o ella a él, que al mismo tiempo le recuerda a su mujer, Silvia (Romina Ricci), no sólo porque su nombre coincide sino porque encuentra en ella la misma forma de pensar: depresión y desilusión constante con el presente.
El contexto del film es la década del 70 y toma elementos presentes en las escuelas de pensamiento crítico y filosófico como la teoría de la “aguja hipodérmica”, desarrollada por la psicología conductista, que leía a la comunicación en términos propagandísticos, como si se inyectase un concepto en la sociedad para lograr efectos concretos y deseados de antemano. Lo cual implica un reduccionismo puro que -llevado a la literatura actual- puede remitirnos al periodista Daniel Balmaceda, quien analizó la historia y el origen de las palabras. En este sentido, el plus del film radica en que la historia transcurre en su totalidad en una única locación, la editorial. Allí cobran vida diversos personajes y situaciones donde se destaca el portero, interpretado por Patricio Contreras. Su forma de pensar dista mucho de los escritores pero tiene algo en común: la pasión por zambullirse en historias literarias, cuestionar su simbolismo y analizar las palabras. Es interesante cómo Agresti concluye que tanto un escritor como un portero pueden tener una historia para contar pese a pertenecer a diferentes contextos culturales, sociales y profesionales.
En este mar de dudas lo único claro es que Alejandro Awada, una vez más, realiza una excelente interpretación del personaje que le toca, y junto a Patricio Contreras nos dejan boquiabiertos. Sin embargo el guión abre demasiados frentes, tantos que ninguno llega a ser resuelto en el largometraje. Y pese a que la propuesta es interesante no busca ir más allá de una clase universitaria de filosofía y cae en la retórica simplona del cuestionamiento del todo por el todo. Incluso hasta podría dudarse si lo que se proyecta en la pantalla grande es la realidad o un divague producto de la locura del personaje de Zavadikner.