Hasta hace algunos años los espectadores argentinos podíamos esperar con anticipada fruición la llegada de cualquier película que viniera de Irán. Se hablaba entonces de Kiarostami, Majid Majidi, Jafar Panahi o algún otro que se agregaba quizá a la lista. Es verdad que los directores de ese origen que conocíamos se reducían a un puñado de pocos nombres, un breve círculo dorado cuyas cifras se podían repetir fácilmente y que refulgía de modo particular entre los cinéfilos más o menos avisados. A la busca de cinematografías desconocidas y originales, capaces de proveer imágenes nuevas, contrahegemónicas, se la recompensaba con la incomparable sensación de asombro y frescura que surge de haber encontrado poco menos que un tesoro escondido. En Irán no se cocinaban solo regímenes teocráticos (en ese momento bastante moderados en comparación con el actual) sino también un cine sofisticado cuya extraña radicalidad solía correr pareja con su aparente sencillez y su enigmático, casi insultante despojamiento. Esos nombres olímpicos empezaron en algún momento a menguar de manera más bien indecorosa, sin embargo, y los estrenos de las películas rubricadas con sus firmas ralearon hasta prácticamente desaparecer. El cine de los maestros iraníes puede verse ahora en festivales del mundo al lado del de algunos otros como el director de origen kurdo Bahman Ghobadi, por ejemplo, que exhibe en Buenos Aires la película que nos ocupa. Es decir, no tenemos más Kiarostami en las salas pero nos toca Ghobadi. Para los que dicen que la vida es injusta, ahí tienen una prueba más que contundente.
Como en Las tortugas también vuelan, su anterior película (vista oportunamente en estos lares), Ghobadi se muestra engolosinado con la música y el folklore de la región. La música de Media luna es ciertamente hermosa y sirve para vertebrar la anécdota de la película: Mamo, un famoso músico kurdo ya anciano que reside en Irán marcha con sus hijos (que son tantos que constituyen una orquesta entera) para dar un concierto en una ciudad de Irak. En el camino hacia allí, al pobre hombre y a su trouppe les pasa de todo: los detienen en la frontera, a la cantante se la llevan presa por su condición de mujer, les rompen los instrumentos cuando les requisan el ómnibus, soldados norteamericanos les disparan ni bien ponen un pie en territorio iraquí. La mar en coche. Encima, cuando llaman por celular a un antiguo colega de Mamo que vive cerca para que les proporcione ayuda (ya que es su equivalente artístico en la zona y su reputación podría salvarlos del desastre), al tipo le da un patatús de la emoción y se muere. El modelo de Ghobadi parece ser el de las comedias alla italiana. Su aturdido humor campea aquí y allá, así como los resabios desfallecientes de un neorrealismo de ocasión en el que la tragedia de la vida se confunde con la risa canallesca y la humillación desembozada del cine menos afortunado de Dino Rissi, por ejemplo, como cuando al hijo que fue culpable involuntario del accidente lo cuelgan cabeza para abajo por orden del padre y lo abandonan gritando a la intemperie en medio de una tormenta de nieve. El folklore termina de ingresar en la película para dar cuenta de antiquísimas leyendas y sentencias locales que parecen persistir como síntoma (feliz e indomable) en un mundo cuyas convulsiones de carácter político no son nada ante un orden anterior preciso, inapelable, que sigue rigiendo como un candado de acero el destino de los hombres. La inocua fábula de Ghobadi se solaza así en su dictamen sin tensión ni angustia alguna acerca de ciertos aspectos absurdos de la vida moderna mientras parece querer purgar su irrelevancia postulando, a modo de insuficiente compensación, la naturaleza sagrada y curativa del arte.