Road movie que se vuelve hermética
Nacida de un proyecto de homenajes al 250º aniversario del nacimiento de Mozart, la película presenta a un grupo de músicos que, entre realismo mágico y alguna alusión a Saddam, va en busca de la voz femenina perfecta por el desértico paisaje iraquí.
En 2006, para celebrar el 250º aniversario del nacimiento de Mozart, el New Crowned Hope Festival encargó al británico Simon Field, ex director del Festival de Rotterdam, la realización de una serie de películas a manera de homenaje. Que no tenía por qué ser explícito, y hasta podía resultar indiscernible, lo demuestran dos del lote conocidas en su momento en el Bafici: I
Don’t Want to Sleep Alone, de Tsai Ming-liang, y Syndromes and a Century, de Apichatpong Weerasethakul. Que el genial compositor vienés haya compuesto un Requiem dio pie al realizador kurdo-iraní Bahman Ghobadi para convertir en eje de su film a un octogenario, cuya muerte se presume próxima. Con el nombre de Media Luna, el aporte de Ghobadi le permitió ganar, tres años atrás, una segunda Concha de Oro al hilo en San Sebastián, luego de haberlo hecho en 2004 con Las tortugas también vuelan. En Argentina, el opus 4 del realizador kurdo (tiene una película posterior, prohibida en Irán) se estrena en proyección DVD.
Un octogenario músico kurdo reúne a sus diez hijos, músicos también, desperdigados a lo largo de la frontera entre Irán e Irak. El objetivo: celebrar el primer concierto que el hombre dará en Bagdad en 35 años, tras la caída de Saddam. Suben a un colectivo desvencijado, conducido por un hombre que se dedica a la riña de gallos, con la intención de ingresar en Irak. Los guardias fronterizos no se muestran muy propensos a permitirlo, mientras desde el cielo los aviones aliados lanzan un rocío de bombas. Esa es la mínima línea argumental de Media Luna. Minimalismo que reconoce como origen el escaso tiempo de Ghobadi para cumplir con el compromiso. Como la simple lectura del argumento permite presumir, hay un fuerte sesgo real-referencial en la película, aunque desde ya menos cargado que ese gigantesco golpe por debajo del cinturón que fue Las tortugas...
En este caso, las alusiones a la situación post-Saddam y a la ocupación yanqui se reducen a las mencionadas, debiendo sumárseles eventualmente la de una aldea del exilio, de población enteramente femenina, en la que viven –Las mil y una noches en versión política– 1334 cantantes iraquíes. El carácter de road movie da ocasión a Ghobadi, y a su coguionista Behnam Behzadi, de hilar episodios de ataduras no muy tirantes. Una tonalidad costumbrista y con toques de absurdo, cierto grado de capricho y pinceladas de humor negro permiten ver a Media Luna como versión benigna del film de las tortugas voladoras.
Caprichos: en la primera escena, el chofer –ingenuo, buenazo, seguramente analfabeto– cita a Soren Kierkegaard. La cita tiene lugar durante una riña de gallos, en medio de una nada pétrea. ¿Será esa nada la que invita a citar al más famoso predecesor del existencialismo? Más posiblemente sea la muerte a la que la cita alude: ya en la escena de su presentación, Mamo aparece acostado en la tumba que previsoramente se cavó. En el último tramo, el leve realismo mágico que hasta entonces teñía la película (incluyendo dos o tres sueños o visiones por parte del anciano) da lugar a lo que puede verse como una forma de intrusión divina. O semidivina, al menos.
Mamo necesita para su concierto una cuasi celestial voz femenina, oída al pasar cerca de la ciudad de las mujeres kurdas. No puede dar con ella, cree que todo se ha perdido, cuando se oye un ruido en el techo del colectivo estacionado en el desierto. Es, claro, la portadora de la voz, verdadera deusa ex macchina, llovida desde algún cielo protector y, además, hermosa (Golshifteh Farahani, a la que Hollywood echó el ojo en Red de mentiras). Por si quedara alguna duda del alegórico peso que la película le destina, el nombre de la morocha caída del cielo es Niwemang: Media Luna. De allí en más la amable road movie queda en manos de la Providencia, la alegoría y el hermetismo.