La canción más triste del mundo
El fugaz romance entre el público argentino y el cine iraní data de varios años atrás cuando el documentalista Fernando Birri introdujera en el Festival de Mar del Plata una película de un tal Abbas Kiarostami. Fue tal el éxito que no tardaron en aparecer distribuidoras locales que apostaron a traer otros títulos de ese director, así como de otros, para crear una suerte de boom de poca duración pero de gran intensidad. Lo suficiente como para sentar las bases de un tipo de cine caracterizado por su economía de recursos, su alto nivel poético y la constante reafirmación de la identidad y la cultura de pueblos o países bastante alejados del firmamento cinematográfico.
No obstante, a partir de la acumulación de títulos el encanto y entusiasmo del espectador argentino se fue apagando y el romance del principio se transformó en una moda pasajera que muy esporádicamente volvió a aparecer en el circuito festivalero, aunque sin tanta adhesión de crítica y público. Por eso, Media luna, del realizador iraní Bahman Ghobadi, galardonada en el festival de San Sebastián y en Estambul, entre otros reconoce explícitamente la herencia de un estilo definido y completamente equiparable al de aquellas películas iraníes e implícitamente apela a la búsqueda para superar ciertos códigos y volverse menos minimalista, desde el punto de vista de ampliar el universo de acción y conflicto de sus personajes, pero además de incorporar un contexto geográfico y socio político bastante más actual que por ejemplo cualquier obra de Kiarostami.
Esa distinción encierra el mayor logro de este relato que toma como punto de partida el viaje que emprenden un grupo de músicos kurdos hacia el Kurdistán iraquí tras el derrocamiento por parte del ejército norteamericano de ocupación del tirano Saddam Hussein. Lo que se juega en el teatro de operaciones de una puesta en escena que recurre a la austeridad -y suma elementos alegóricos y simbólicos- no es otra cosa que reivindicar el sentimiento de libertad a través de un concierto que será transmitido a nivel mundial. Así, quien encabeza con su voluntad inquebrantable esta travesía por el desierto, sorteando todo tipo de obstáculo, incluso poniendo en riesgo su propia vida, es Mamo (Ismail Chaffari, brillante) un músico geronte reconocido por sus pares y coterráneos quien va reuniendo en ese viaje a sus hijos desperdigados por el territorio ocupado por las fuerzas invasoras y, que además, pretende llegar a destino acompañado de una cantante (violando la ley suprema que prohíbe el tráfico femenino). Sin embargo, el camino estará atravesado por un sin fin de contratiempos; por el peso constante de la superstición que carga el protagonista, y de presagios y sueños premonitorios que vaticinan lo peor.
A fuerza de gran expresión poética, despojo de guiños hacia el cine for export e independencia de criterio, el director de Las tortugas también vuelan (2004) consigue amalgamar la tradición, la transición hacia un oriente occidentalizado y sobre todo la poderosa fuerza de las imágenes cuando las palabras perturban y silencian.