À bout de souffle.
Owen Wilson encarna a un mediocre guionista de Hollywood que busca en París la inspiración para terminar su primera novela. Se hospeda en un fastuoso hotel con su insoportable novia millonaria y con sus suegros, infames miembros del Tea Party. En los primeros minutos de película, entre la exagerada acumulación de planos de la capital francesa que sólo existen para los turistas ricos y la pintura chirriante de la vanidad de estos privilegiados, se instala un ambiente incómodo. Una noche, el protagonista deambula medio borracho y amargado por una callecita empedrada, cuando de repente aparece un auto de los años veinte que lo lleva al pasado para encontrarse con los escritores, artistas y figuras intelectuales que admira. La experiencia se repite cada noche pero, una vez evaporado el encanto del primer aliento, el viaje en el tiempo se vuelve insulso y el juego de las diferencias entre la copia y el original no alcanza para cubrir la vacuidad del planteo.
La película oscila entre los fantasmas del protagonista en los años locos y una visión de París de tarjeta postal. Durante el día, Carla Bruni guía a los protagonistas por un city tour donde el conservadurismo facho de los republicanos y la ironía blandengue de nuestro héroe demócrata examinan la ciudad-museo como si fuese una Disneylandia de lujo. Por las noches, el aspirante a escritor se embarca hacia el París de los años veinte junto a Hemingway, Picasso y Dalí, en busca de la llama, el deseo y la carne que no posee en el presente. Pero pronto termina extraviado en un museo de cera donde todo suena falso. Owen Wilson gesticula su asombro cuando los personajes del pasado intercambian citas populares de enciclopedia. Mientras que las escenas de histeria con su ingrata compañera en el presente poseen diálogos que parecen escritos por un asistente. Luego de una hora y media de idas y vueltas temporales e imitaciones más o menos grotescas (la peor es la caricatura de Dalí a cargo de Adrien Brody), el director nos entrega una moraleja perezosa, convencional e hipócrita, según la cual hay que aprovechar el presente aunque nos parezca peor que el fantasma del pasado. Woody Allen se pierde en un boceto que se asemeja a una caricatura de su propio cine. La película termina con la triste impresión que otro recorrido parisino hubiese sido posible: sobre el delicado rostro Léa Seydoux, una actriz secundaria que ilumina cada una de sus escenas, se vislumbra que Woody Allen aún puede sublimar a las chicas bellas con su cámara.