París vuelve a convocar toda la magia
Con un sorprendente Owen Wilson que interpreta a un hombre en crisis con su inminente matrimonio y deseoso de crear, la película despliega la música, el clima onírico y las referencias a Vincent Minelli. Puro disfrute artístico.
En los días previos al estreno de Todos dicen te quiero, festiva comedia musical del siempre sorprendente Woody Allen, leíamos entre otras declaraciones que entre sus films musicales favoritos figuraba el de Vincent Minnelli de 1950, Un americano en París, con banda sonora de George Gershwin, compuesta particularmente para este film y con los inolvidables protagónicos de Gene Kelly y Leslie Caron; que, dicho sea de paso, se puede volver a admirar mañana, a las 19, en la sala Madre Cabrini. Tal vez, en el origen mismo de Midnight in Paris se encuentren los borradores y apuntes de este film de Vincente Minnelli que tiende puentes hacia Midnight in Paris, y despierta, por igual, en las salas de exhibición, contagiantes aplausos por parte de la platea. Y que ha motivado, por su gran concurrencia, a que algunas salas hayan tenido que desempolvar aquel cartel que señala "No hay más localidades".
No quisiera ahorrar epítetos, en nombre de una prosa más conceptual. No es el momento. A partir de una doble visión, es necesario seguir transmitiendo ese clima de fábula y magia que se respira en el film, que nos recorre el cuerpo poniendo en juego las posibilidades hechiceras y convocantes del cine. Woody Allen, en su film número 41, regala este viaje en el tiempo, este pasaje al mundo de lo posible, esta exaltación de los sueños y de la imaginación que brinda, como en los antiguos cuentos de hadas, desde el tañido de doce campanadas, a medianoche.
Midnight in Paris permite que nos reencontremos con numerosos momentos de la obra de Woody Allen. Así, ya desde el inicio, ofrece un cruce en el film de Vincent Minnelli (rodado íntegramente en estudios, como si de un sueño se tratara) y la primera secuencia de Manhattan, en la que al son de la obertura de Rhapsody in blue y tal como leemos en su guión original "La silueta de varios edificios, y espacios de Manhattan se recortan en el horizonte. Coches. Un puente y edificios. Un restaurant. Una calle cubierta de nieve con automóviles que se dirigen al rascacielos Empire State" y luego la voz de Ike el personaje que interpreta el mismo Allen: "Capítulo primero. Adoraba Nueva York. Era su ídolo... Hemm no, pongamos mejor: La había hecho desproporcionadamente romántica. No importaba cuál fuese la estación, para él era la ciudad en blanco y negro que vibraba al son de las grandes melodías de George Gershwin".
De la misma manera puede pensarse este escrito como un capítulo primero para acercarse a Midnight in Paris. Y es que las primeras imágenes del film llevan a esta fascinante ciudad, a diferentes lugares y momentos, a tantos espacios mitologizados por el cine, por tantos directores, por tantos artistas. Ahora este París de Allen asoma desde la música de Sydney Bechet y de Cole Porter. Y de igual manera, algunos parlamentos del film de Vincent Minnelli circulan: uno dice que quien en París no puede crear, en tanto es el sueño de los artistas, sólo le resta volver a Estados Unidos y casarse con la hija del jefe.
Y es así como llegamos a presentar a Gil Pender, otro de los alter?ego de Allen, interpretado magistralmente, por su forma de andar, por sus gestos y tics, por sus respuestas, por un sorprendente Owen Wilson (nuevamente este término, pero ahora un tanto inesperado). Nuestro personaje está en las vísperas de su matrimonio y ha viajado allí, junto a su prometida y sus suegros de fuerte estirpe republicana y atentos solamente a cuestiones empresariales. Disputas y debates a la hora de la cena que apuntan a enfatizar el carácter romántico de Gil que se opone, de manera contrastada, a los de su novia Inez.
Para Gil, París es la ciudad amada. Y es la ciudad con la que sueña, con aquellos años 20, en los que los intelectuales, artistas y bohemios se encontraban en los Cafés, en los ateliers y galerías; y en ciertos momentos en torno a la gran escritora Gertrude Stein y a su pareja Alice B. Toklas. Para Gil, París es el caminar bajo la lluvia, esa que irrita a su novia. Y es al mismo tiempo la posibilidad de volver a reconstruir el puente Nueva York-París de los años locos, del tiempo del jazz, de las canciones de Josephine Baker y de las veladas en torno a los encuentros con Cole Porter y su amada Linda, Jean Cocteau y Ernest Hemingway.
En tanto escenario de un teatro de sueños, como la sala cinematográfica lo era en La rosa púrpura de El Cairo, París se abre para Gil cada medianoche, desde la posibilidad de viajar a aquellos años locos. Ese es su sueño y en ese sueño, que se abre desde la fuerza de la creación artística, Gil conocerá a la mujer de sus sueños, cuyo deseo los remontará a otros tiempos. En un juego de escritura a la manera de un diario, de tienda de recuerdos y de discos de pasta de Cole Porter, en esos paseos a orillas del Sena, Allen reanima el espíritu mágico de gran parte de su legado cinematográfico.
Un cielo iluminado por citas fílmicas y pictóricas, de Monet y Cèzanne a Van Gogh y Touluse Lautrec, de Degas, Picasso entre tantos otros, de frases poéticas de subrayados musicales. Y del otro lado, las sospechas de infidelidad, la figura de un detective que se perderá en los pasillos del túnel del tiempo. De este lado del espejo, convencionalismos y pedanterías, vanidad y apariencias. Y allá, Gil creando para el propio Buñuel el libreto de uno de sus futuros films El ángel exterminador y compartiendo con Dalí una copa en un excéntrico ángulo de su memoria.
De los paseos por las galerías, de las esculturas de Rodin, Allen va abriendo espacios que se multiplican como imágenes de un caleidoscopio que abren la puerta de nuestro propio desván. Toda una celebración. Algo mágico nuevamente está por acontecer. Y tal como Gil espera, comienza a llover.