Melancólica comedia de fantasmas
Luego de Match Point (2005) y Vicky Cristina Barcelona (2008), dos de los films más exitosos de su carrera, el cine de Woody Allen está cada vez más relacionado con Europa. Pero en Medianoche en Paris (Midnight in Paris, 2011) el nexo con el viejo continente va más allá del pintoresquismo y la co-producción. Se trata, además, de una declaración de amor a un mundo con el que siempre tuvo afinidad.
Quiérase o no, la relación de la crítica con el cine de Woody Allen fluctúa entre el amor y el odio. Alabado por aquellas obras maestras que filmó en los ’70 y ’80 (Manhattan, 1979; La rosa púrpura del Cairo, The Purple Rose of Cairo, 1985; y Hannah y sus hermanas, Hannah and her sisters, 1986; por citar algunos ejemplos), el realizador comenzó a ser mirado con desconfianza a partir de una serie de comedias que, con suerte, fueron tildadas de “menores”. A ese período ingresan cómodamente Ladrones de medio pelo (Small time crooks, 2000), La maldición del escorpión de Jade (The Curse of the Jade Scorpion, 2001) y Scoop (2006), entre tantas otras. Sin embargo, a Woody parecía no interesarle las críticas negativas. Estoicamente, el tipo filmaba una película por año, como lo hace hasta la fecha. Por su simpleza argumental y la liviandad que la recorre, Medianoche en Paris pareciera estar destinada al segundo grupo. O -más aún- ser una coda de la deliciosa Todos dicen te quiero (Everybody say I love you, 1996), film en el que filmó por primera vez a una París de ensueño. Pero su más reciente opus trasciende su verborragia irónica, los pasos de comedia al que nos tiene habituados, los acordes de jazz que jamás abandonará. Se transforma minuto a minuto en una celebración del arte, la inspiración, la bohemia y las mujeres, por sobre toda las cosas.
En Medianoche en Paris, Gil (Owen Wilson) es un guionista que viaja con su novia Inez (Rachel McAdams) y sus futuros suegros a la capital francesa. El padre, autoritario y conservador, se traslada por negocios, pero el resto en plan turístico. Asediado por la inseguridad que le transmite la novela que acaba de escribir, Gil no logra congeniar con nadie. Todo se hará más irritante cuando otro hombre coquetee con su novia, aunque tampoco le moleste demasiado. En pleno clima tenso, una noche decide salir a caminar por la ciudad. A partir de entonces, el relato deviene fantástico, pues el hombre comenzará a toparse con personalidades como Ernest Hemingway, Pablo Picasso, Scott y Zelda Fitzgerald, Luis Buñuel, Salvador Dalí, T. S. Elliot, y tantos más. Estos encuentros están enmarcados en ambientes de ensueño, fiestas y bares, reuniones selectas que lo revitalizarán frente a la medianía cotidiana. Son todos representantes de la “altas artes”, cosmopolitas, geniales, pero -ante todo- inspiradores. Aparece, también, Gerturde Stein (Kathy Bates), quien lee y propone cambios a su novela. La otra mujer fundamental es Adriana (Marion Cotillard), bella aspirante a diseñadora de moda que ha sido amante de Picasso y varios más. A través de los diálogos con estas celebridades de antaño, Gil replanteará su lugar en el mundo.
Si consideramos las aflicciones y necesidades de Gil, la película es un acto de pura autocomplacencia (de Allen). Los motivos hay que buscarlos en la vida y obra del cineasta, un intelectual judío que tuvo históricamente más reconocimiento fuera su país. Ya en La mirada de los otros (Hollywood ending, 2002) parodiaba la tensa inscripción de su obra en Hollywood: Val-Waxman, el realizador que él mismo interpretaba, se volvía ciego en pleno rodaje. Pese a un sinfín de conflictos, terminaba su película y la estrenaba. Pero en su país sólo recibía el desprecio de la crítica y el público, mientras que en Francia la aplaudían. Waxman-Allen terminaba emigrando a París, en donde lo esperaba un nuevo rodaje.
Volviendo a Medianoche en Paris, es notable que la auto-referencialidad no le reste ni una pizca de encantando a la historia. Aún cuando la imagen que da el film de Francia sea tan maniqueísta, lo que disminuye toda crítica a la superficialidad americana (que la hay). Pero esta liviandad opera en el entorno de ensueño que vive el protagonista, produciendo que la trama trascienda la mera celebración para instaurar un estado de conciencia en el espectador, a tono con lo que Gil vivencia en las noches parisinas. Ni siquiera desentona la mediática aparición de Carla Bruni. ¿Podría criticarse a Allen por oportunista? Su obra entera es la respuesta a esta crítica, pues por más desnivelada que sea su trayectoria, estrella que quiso integró sus elencos, y jamás sobrevoló la intención publicitaria. En medio de un grupo de notables que interpretan a glorias del arte, hasta resulta coherente que la bella Primera Dama componga a una ignota guía de museo.
Absoluta “comedia de fantasmas”, el relato remite a Cuento de Navidad, de Dickens. Y, por extensión, a las numerosas versiones cinematográficas a partir de aquél. Como ocurre allí, la historia señala la imperiosa necesidad de trascender lo material. En los deliciosos y cómicos encuentros (el de Hemingway es desopilante), nuestro anti-héroe consigue espiritualizarse.
Medianoche en Paris es una bella forma en la que el cine homenajea a una ciudad mítica (mucho tiene que ver el trabajo del fotógrafo Darius Khondji). Es, también, la oportunidad de encontrar a un selecto grupo de grandes actores (a los ya citados hay que agregar a Kurt Fuller, Mimi Kennedy y Adrien Brody). Finalmente, es una declaración de amor por París, las mujeres como musas inspiradoras, la historia del arte y ese pasado dorado al que cada uno de nosotros desearía volver.