París soñada
El 41º largometraje dirigido por Woody Allen (1935, New York, EEUU) comienza con una serie de planos fijos de sitios de París, bellamente iluminados y musicalizados, similares a los que el director reunía en Manhattan (1979), aunque ahora su deslumbramiento es con la glamorosa capital francesa. No es la única diferencia: si en los ’70 y ’80 sus películas eran mordaces y juveniles, ahora no son mucho más que comedias dramáticas realizadas con profesionalismo, con elencos y escenarios apreciados por el público masivo.
Esto no significa que en Medianoche en París no haya ironías, subrayando las diferencias entre las inquietudes de Gil, joven guionista estadounidense (un Owen Wilson siempre optimista), y la frivolidad de las personas que lo acompañan durante su estadía en Francia (su novia, los padres de ella, una pareja amiga). Con ese contraste, el veterano realizador se burla ligeramente del modo de vida y estructuras de pensamiento de burgueses adinerados, saliendo en defensa de ciertos valores representados por los artistas y escritores de la idealizada París de los años ’20. Esto último lo hace apelando a un recurso indudablemente ingenuo: Gil encuentra, cuando sale a caminar de noche, a F. Scott Fitzgerald, Ernest Hemingway, Gertrude Stein, Salvador Dalí, Pablo Picasso, Jean Cocteau y otros.
Es un acierto que Allen no se preocupe en aclarar cuánto hay de real en esos encuentros, que, de todas maneras, no expresan cabalmente un clima festivo y bohemio: las caracterizaciones y los diálogos son de un simplismo cercano al de un acto escolar, y faltan planos más abiertos, más sugestión y magia. Gil termina definiendo el rumbo de su vida gracias a la inspiración que le brindan esos descubrimientos.
Avanzada la película se van sumando alternativas que la vuelven graciosa, asomando finalmente una suerte de moraleja, dando a entender que no todo tiempo pasado fue mejor, o que, en todo caso, tenemos la tendencia a valorar otros tiempos en desmedro de los actuales. El recurso humorístico de la pérdida de unos pendientes, aunque efectivo, parece salido de un viejo vodevil; la desaparición del detective, en cambio, es un buen gag, resuelto con apenas dos planos muy breves.
La idea de cruzar personajes de dimensiones diferentes no es novedosa, y el mismo Allen la puso en práctica en algunos de sus films (El dormilón, Zelig, La rosa púrpura de El Cairo, incluso en el episodio que dirigió para Historias de New York). Tampoco es la primera vez que filma en París: ya había imaginado románticos bailes en calles parisinas en Todos dicen te quiero (1996). Pero, al margen de las comparaciones, Medianoche en París resulta un placentero film menor. Como la película que, en un momento, la candidata a suegra de Gil dice haber ido a ver: “Era algo infantil y poco verosímil, pero nos divertimos mucho.”