Cuando la ciudad era una fiesta
Sobredosis de Woody Allen en seis meses. Durante el verano fue su versión melancólica sobre el paso del tiempo en Conocerás al hombre de tus sueños, y hace un par de meses la mirada ácida y agria que transmitían las imágenes de Que la cosa funcione. Como se preveía, Woody llegó a París y ahora le rinde culto y admiración a la ciudad en una historia que recuerda a otras visiones nostálgicas, aquellas de Días de radio y La rosa púrpura del Cairo.
Luego de un comienzo desa-lentador, con esas interminables postales turísticas de la ciudad, Medianoche en París presenta a su alter ego, el guionista en potencia Gil (Wilson) y la relación con su novia, sus futuros e insoportables suegros, sus sueños perdidos, sus añoranzas por un pasado que recuerda y que nunca volverá. O, en todo caso, su manía por comparar a ese París con aquel, el de los años veinte, la Belle Époque, el mundo cultural que estallaba en cada café a través de las vanguardias artísticas de la década. Aquel París era una fiesta de la intelectualidad y de la creatividad cotidiana y ese París del pasado será el que (con)vivirá con el atribulado Gil: conocerá a Gertrude Stein, Picasso, Hemingway, Scott Fitzgerald, Cole Porter, Dalí, Buñuel y tantos más que hicieron bastante –con sus egos y narcisos– para olvidar el horror de la Primera Guerra y prologar a los nacionalismos avasallantes de la década siguiente.
El primero de los encuentros “fantásticos” entre el París actual y aquel de casi hace un siglo sorprende y estimula la alegría: en ese segmento de media hora, Medianoche… construye sus mejores momentos, los gags e ironías de mayor impacto, las invocaciones más sorpresivas de aquellos artistas y creadores de los años 20. Allí, Woody Allen invade ese mundo con una mirada que entremezcla admiración con placer, ingenio con ingenuidad y una transparente melancolía revestida de una filosa ironía que nunca cae en el cinismo. De allí en adelante, esos cruces originales entre dos mundos opuestos se transformarán en algo mecánico, previsible, acaso falto de sorpresa.
Surgirá un hipotético amor en el “pasado” de Gil (una diseñadora de modas y musa inspiradora de aquel mundo) y otro de estos tiempos, mundano y “real”. En ese debate conflictivo entre añorar un tiempo mejor desde el recuerdo y la casual convivencia y la certeza de poner los pies sobre la tierra y vivir el presente de la mejor manera, en ese eterno intríngulis de cotejar dos mundos en colisión, Allen profundiza su mirada reflexiva y su opinión por el paso del tiempo. Sin necesidad de volver al pasado, percibiendo que el viaje hacia atrás que disfruta Gil sólo fue un viaje vital y necesario. También placentero pero con la imperiosa y saludable necesidad de vivir el presente. Y está bien que así sea.