Un americano en Paris
Ya la primera secuencia del film nos instala en el devenir de toda la historia, en tanto y en cuanto aparece como un pasatiempo superficial pero que en realidad esconde en forma subyacente ideas, pensamientos profundos, en relación con el deber ser. Al igual que con su “El sueño de Cassandra” (2007) que tenia varias posibilidades de lectura. Sobre todo por la justificación del titulo que aparecía a simple vista como el nombre del barco comprado por los protagonistas pero, atravesada por una especie de thriller, dejando al espectador que supiera de la historia de la adivina griega e hiciera su propia lectura, claro que sin llegar a la casi perfección que había logrado con “Match Point” (2005), posiblemente, en realidad es casi opinión unánime, la mejor realización del genio neoyorquino en su periplo europeo.
El film abre con toda una gama de imágenes muy del orden de la mirada de un turista sobre la “Ciudad Luz” pero que, si se la piensa detenidamente, nos damos cuenta que el gran Woody Allen no se queda sólo en el hecho voyeurista, no sólo manifiesta su amor por la ciudad, sino que se podría inferir como “Un Largo Viaje de un Día Hacia la Noche” (perdón Eugene), más específicamente la medianoche de Paris, que da nombre al producto. Pasando por una mañana soleada, una tarde lluviosa, un atardecer romántico y la medianoche iluminada a pleno, casi postales, pero que no es sólo eso.
La definición de “Ciudad Luz” hace referencia a que fue la primera en haber iluminado artificialmente los espacios públicos. Pero también se debe a que siempre fue un referente cultural de Occidente, el centro de todo emprendimiento de nuevas corrientes estéticas, y para cualquiera que se preciará de artista, escritor, plástico, poeta o cineasta en el siglo XX era como estar en el paraíso.
En ese medio ambiente nos presenta a una pareja estadounidense de novios a punto de casarse conformada por Inés (Rachel Mc Adams) y Giil (Owen Wilson), éste que pasa a ser un muy buen alter ego (desde la actuación) de Woody, claro que con cuarenta años menos. Ellos están ahí supuestamente acompañando a los padres de ella, que arribaron con el propósito de concretar un negocio, pero Giil, que no es aceptado por sus suegros, esconde algo más, vivencias que se precipitan como de vidas pasadas en esa ciudad, cuando su aspiración era ser un escritor serio, quedo amarrado como un guionista para las producciones comerciales de Hollywood.
Ahora, intentando retomar el camino trazado por sus sueños, esta dedicado a escribir su primera novela, que, vaya casualidad, tiene como protagonista a alguien que vive del pasado vendiendo objetos del pasado, pero pasado al fin.
En esta estadía cambiaran muchas cosas. Una noche, luego de haber ingerido más vino que el recomendable, sin llegar a un estado de embriaguez, luego de caminar por las calles de la ciudad, se detiene en la curva de una de las arterias sentándose en un banco. El silencio es cortado por las campanadas de medianoche desde alguna iglesia lejana. De un vehículo antiguo que transita por el lugar es invitado a incorporarse al grupo de personas, que lucen elegante vestuario, con destino a una reunión de bohemios. Gil se incorpora a ellos y es transportado a otra época, a la que tanto ama (al igual que el director, por supuesto), los años 20 a pleno en Paris. Allí se encontrará con todos sus referentes culturales, desde Ernest Hemingway, Cole Porter, Scott Fitzgerald, Salvador Dali (magnifica composición de Adrien Brody, o la escritora yankee Gertrude Stein (otra gran performance de Kathy Bates). Pero la que cambiara su vida será el encuentro con Adriana (la genial y bellísima Marion Cotillard), ella es en ese momento la musa inspiradora, también amante, de Pablo Picasso.
Este viaje fantástico al pasado es donde se produce el quiebre del filme, en casi todos los aspectos, principalmente desde lo estético, como una clara diferenciación entre uno y otro tiempo, el pasado que se idealiza y el presente que se torna insoportable.
Con una gran reconstrucción de época, con tonos calidos, muy buen diseño de vestuario, vemos a Gil estar como no creyese lo que vive, en pleno éxtasis.
Por las mañanas el presente se lo muestra distante, competitivo, sin sueños y menos futuro, debe lidiar contra la chatura intelectual de los padres de su novia y contra la impostura de ella.
Siempre conservando, más allá de las diferencias temporales, una línea argumental sostenida por un guión de muy buena factura, apuntalado por diálogos que aparecen sencillos, coloquiales, pero que en el fondo esconden desde pensamientos claros y profundos hasta el acervo cultural de Allen, in cluso se da el lujo de hacer humor construyendo grandes homenajes.
Posiblemente, tal como ocurría en la mencionada anteriormente “El sueño de Cassandra”, aquellos que no estén familiarizado con la cantidad de personajes que circulan por el relato se perderán posiblemente los guiños del guión (parece un juego de palabras, no?) pero tendrá otra lectura tan valida y placentera como los otros.
Woody Allen había manifestado hace poco tiempo que envejecer no tiene nada de bueno, se presentaba como muy alejado de ser nostálgico, y si bien durante toda la proyección uno puede tener la sensación que todo esta trabajado desde el lugar contrario, sostenido por la frase “Todo Tiempo Pasado fue mejor”, el cierre muy del orden de cortesía a Chaplin, es más que esperanzador, tanto para este presente como para el futuro no sólo del personaje.
(*) “Un americano en Paris” (1951), de Vincent Minelli.