Cuando la Ciudad Luz era una fiesta
La nueva película del director de Manhattan no pretende ser otra cosa que un simpático, ligero, divertimento, en el que Hemingway, Picasso y otras vacas sagradas de la cultura parisina de los años ’20 son mostrados de manera amablemente caricaturesca.
Este es el año Woody Allen, al menos en Buenos Aires. Primero fue el estreno, en febrero, de Conocerás al hombre de tus sueños, filmada en Londres. Después llegó, el mes pasado, Que la cosa funcione, fugaz visita a Nueva York, que supo ser la ciudad de sus sueños y hoy es apenas un paréntesis de su casi permanente exilio europeo. Y ahora, a sólo 40 días de su lanzamiento internacional en Cannes, aparece Medianoche en París, que está siendo un éxito comercial en todo el mundo, el mayor que ha tenido Woody desde Match Point, seis años atrás.
La nueva película de Allen es una celebración de una ciudad a la que siempre admiró y a la que ya le dedicó una primera declaración de amor en el musical Todos dicen te quiero (1996). El film se abre con una serie de tarjetas postales de París, acompañada por el vigoroso saxo soprano de Sydney Bechet, uno de los músicos predilectos de Woody. En esa ciudad-cliché, adornada aquí por la pátina melancólica que le da la lluvia, se encuentra una joven pareja de estadounidenses (Owen Wilson y Rachel McAdams) a punto de casarse. El es un exitoso y cotizado guionista de Hollywood, pero querría ser algo más que eso, un escritor en serio, un novelista con mayúsculas. Y para ello piensa que debería hacer como sus grandes héroes –Hemingway, Scott Fitzgerald– y radicarse en la Ciudad Luz, para encontrar allí la inspiración que no le llega por otros medios.
Su novia –hija de un matrimonio de comerciantes recalcitrantemente republicanos, ajenos a los encantos parisinos– no quiere escuchar ni hablar del tema. Pero Gil se deja hechizar por la ciudad y una medianoche, embriagado por una generosa degustación de Bordeaux (el matrimonio republicano dice preferir los tintos de Napa Valley), atraviesa inadvertidamente un misterioso portal que lo deposita en aquella París que se supone era una fiesta. Y, claro, en la visión de Allen lo es, y a tal punto que allí están no sólo los Fitzgerald (Zelda borracha, por supuesto) sino también Jean Cocteau y Josephine Baker, Gertrude Stein y Alice B. Toklas, Pablo Picasso y Salvador Dalí (gracioso cameo de Adrien Brody), Djuna Barnes y el admirado Hemingway, aferrado a una botella de Calvados, mientras perora sobre la muerte, el coraje y todo aquello que según su leyenda hace a un gran escritor.
Lo bueno del caso es que Allen no se preocupa en explicar nada: Gil entra cada noche a la París de los años ’20 simplemente porque es allí donde lo manda Woody, para deslumbrarse –como a él mismo le hubiera gustado– con todas esas grandes figuras que fueron parte de su formación intelectual. De hecho, este punto de partida remite a un viejo cuento de Allen, Memorias de los años veinte (incluido en el volumen Cómo acabar de una vez por todas con la cultura, reeditado infinidad de veces por Tusquets), que se movía un poco en el mismo terreno y que parece haber sido reelaborado por el director para una película que no pretende ser otra cosa que un simpático, ligero divertimento, en el que todas estas vacas sagradas de la cultura son mostradas de manera amablemente caricaturesca.
Esta falta de ambiciones no le impide a Allen jugar con un par de buenas ideas. La primera tiene que ver con una cuestión de contraste. Esas fantasmales escapadas nocturnas, que Gil considera toda una aventura, colisionan con su banal vida diurna, en la que no sólo debe lidiar con su novia y sus futuros suegros –a cual más prosaico– sino también con un sabelotodo inglés (Michael Sheen) que se empeña en exhibir sus superficiales conocimientos de la cultura parisina cuando él, cada noche, la vive en carne propia.
Y así como Gil piensa que la época en que le tocó vivir no vale nada comparada con los dorados años ’20, basta que pase un par de noches en compañía de Adriana (Marion Cotillard), la ocasional amante y musa de Picasso, para darse cuenta de que así como él idealiza una época, ella añora... la Belle Epoque. Contra la noción de que todo pasado siempre fue mejor, el nostálgico Allen, sin embargo, da una vuelta de tuerca y hacia el final de esta Medianoche en París afirma, a la manera de Spinetta, que “mañana es mejor”.