Las puertas de la percepción
El último opus de Woody Allen se ha estrenado el fin de semana en nuestras salas, configurando un año por demás inusual para el director newyorquino (se trata del tercer estreno de Allen en menos de seis meses, luego de Conocerás al hombre de tus sueños y Que la cosa funcione, ambas presentadas con retraso) que sugiere una certidumbre: Allen viene teniendo una de sus mejores rachas cinematográficas, al menos de su época madura. Ya no debería quedar lugar a dudas, tampoco, acerca del cariño que el público argentino, cordobés incluido, le tiene al geniecillo neurótico, que como ya hemos dicho en los últimos quince años venía entregado más fiascos que otras cosas, aunque ahora la tendencia parece haberse revertido. Medianoche en París es, efectivamente, una de las mejores películas de Allen en mucho tiempo, aunque no precisamente porque recupere el costado que suele ser más celebrado por el público, sino todo lo contrario.
El cine de Allen es monotemático y multifacético al mismo tiempo. Aunque sea un cliché, puede decirse con razón que Woody viene filmando la misma película desde hace décadas, o que cada nuevo filme suyo constituye un capítulo más de una gran obra. Una película interminable donde su mirada irónica del mundo, a veces lúcida pero otras tantas cínica y misántropa, ha dejado ya de constituir un acicate para el espectador, y puede llegar a configurar hoy un refugio seguro desde el cuál reírse del mundo y de las miserias ajenas. Pero al mismo tiempo, como todo buen director, Allen siempre puede sorprendernos, y donde antes había esnobismo vacío, o una apropiación fetichista de la cultura y la historia occidental (muy propia de una clase social específica, a la que Woody suele retratar con una mezcla de fascinación y dureza, y con la que la platea siempre se identifica), hoy podemos encontrar una luz de honestidad y verdad, acaso recuperar ésa humanidad que se hallaba escondida tras los devaneos nihilistas del director. Jonathan Rosenbaum, aquél monumental crítico que nos visitara hace ya un año para la Semana de la Crítica, supo sintetizar el nudo del asunto al postular que la clave del cine de Allen está en hacernos sentir a nosotros, los espectadores, más inteligentes que sus personajes: la empatía se construye allí desde la compasión, sentimiento peligroso pues implica la subvaloración de su objeto (el sujeto de la compasión). Pero el cine de Allen siempre tiene sus bemoles, e incluso la radicalización de su personaje arquetípico, el intelectual antisocial, neurótico, lúcido y despreciativo, puede ocasionar otros efectos y llegar a configurar una particular transgresión de lo políticamente correcto o lo socialmente establecido (ver a Larry David en Que la cosa funcione).
El principal mérito de Medianoche en París, sin embargo, está justamente en alejarse de esta fórmula narrativa: esta vez, el alter ego de Allen, Gil Pender (el gran Owen Wilson), sigue siendo un escritor frustrado, pero sin ningún atisbo de genialidad, ni tampoco grandes delirios egocéntricos. Es, más bien, un hombre simple, inocente y bondadoso, que quiere probar suerte con su verdadera vocación, luego de haber triunfado en Hollywood como guionista. A París irá con su futura esposa, Inés (Rachel McAdams) y sus suegros, en busca de una inspiración que no encuentra, aunque allí tampoco tendrá mucha suerte, pues sus días pasarán entre visitas a museos y la compañía de una pareja amiga de Inés, cuyo principal interés es un supuesto intelectual tan pedante como insoportable. Una medianoche, empero, el mundo se le abrirá: un auto antiguo lo subirá y lo llevará sin explicaciones a su adorado París de los años ´20, donde podrá encontrarse y conocer a sus grandes ídolos de la literatura, la pintura y el cine, como Scott Fitzgerald, Ernest Hemingway, Pablo Picasso, Luis Buñuel y Salvador Dalí, entre muchos otros. Allí encontrará también a Adriana (la bellísima Marion Cotillard), una amante circunstancial de Picaso, de quien no tardará en enamorarse, como tampoco en aprender las trampas que conlleva la nostalgia.
Filmada con evidente elegancia, Medianoche en París es también un homenaje de Woody a la ciudad de la luz, que funciona como un personaje más de la película, aunque sin caer nunca en la estética publicitaria: Allen registra a París con planos generales y encuadres cuidados, más un uso de la luz que evidencian un sincero amor, muy lejano a las postales for export (la ciudad funciona como un gran fondo de la historia, siempre sugerente y casi nunca en primer plano). El humor no está aquí tan acentuado en diálogos mordaces o ingeniosos, sino más bien en la caricaturización de ciertos personajes famosos (con lo que Woody parece reírse de sí mismo), y en una gran interpretación de Wilson, que vuelve más humano y querible al eterno alter ego del director. Y si la nostalgia es el centro temático del filme, Allen da aquí otro giro inesperado, ya que ahora postulará con lucidez que la mirada idealizada del pasado no es más que un engaño del presente.
Por Martín Ipa