Medianoche en París recupera mucho de ese Woody Allen de antaño, el que era capaz de reflexionar y filosofar desde la ligereza y el buen humor.
Invocaciones. De eso está hecha Medianoche en París, la tercera película de Woody Allen que llega este año a la Argentina. El orden -atemporal- de los estrenos termina siendo el adecuado: la primera Conocerás al hombre de tus sueños es la que confirmó el estancamiento del último Allen más allá de alguna línea genial; Que la cosa funcione demostró que hurgar en el pasado (el guión era de los años 70’s) podía ser un punto de reinvención del cine de Allen; y Medianoche en París muestra que en el hoy todavía hay material para seducir al espectador, casualmente en una película que celebra el presente y condena, de alguna manera, la nostalgia sobre el pasado. Decíamos invocaciones. Quien suscribe suele temer cuando el cine recurre a los fantasmas, pero no a los fantasmas del cine de terror sino aquellos que son una llamada poética al pasado. Se teme, habitualmente, por la pomposidad, la pretenciosidad de esos productos que sugieren en la sutileza de lo fantasmagórico lo más refinado del arte. Y Allen, este Allen del que a esta altura desconfiamos un poco, construye impensadamente en Medianoche en París una película de invocaciones que es ligera, divertida, esponjosa, arbitraria. Invocaciones que son tanto de las musas intelectuales de Allen que aparecen por allí (Hemingway, Cocteau, Porter, Fitzgerald) como del propio cine del director, del bueno y del malo.
Gil Pender (Owen Wilson) es un escritor que tiene buen trabajo como guionista en Hollywood, pero que añora ser un gran novelista. Junto a su prometida Inez (Rachel McAdams) y sus suegros republicanos llega a París, en un viaje que terminará siendo revelador de cara a su futuro. Gil es un nostálgico, especialmente de la década de 1920 y de esa París, y una noche de borrachera, vagando solo por esas callejuelas, será invitado a recorrer la ciudad en un viejo automóvil: portal mágico que lo llevará a vivir en la París habitada por los antes mencionados y muchos más (notablemente divertido Adrien Brody como Salvador Dalí). Como es habitual en el cine de Allen, lo fantástico ingresa de la manera más prosaica posible: no hay rigor ni demasiadas explicaciones, sino que el director sospecha que lo maravilloso está ahí nomás, a la espera de revelarse. Y eso ocurre en Medianoche en París, donde sólo un auto, una callejuela, una borrachera, posibilitan el viaje al pasado.
Las invocaciones, decíamos, son también del cine del propio director, del mejor y del peor. Como viene ocurriendo en la última década y media, sus películas comienzan a hacerse un poco repetitivas, desconfían de la inteligencia del espectador para poder descifrar lo que la pantalla les pone enfrente: por eso, aquí los personajes verbalizarán al exceso lo que les pasa y explicarán cuál es el conflicto central del film: que aquí no es otro que el de la insatisfacción que todos los tiempos representan, la frustración ante un pasado que se supone glorioso. Allen con el tiempo se ha vuelto un poco perezoso y sus películas, llamativamente, se han comenzado a hacer más largas: a Medianoche en París le sobran, fácil, 15 minutos. En ese estiramiento, se suceden repeticiones o excedentes que no agregan nada. Por ejemplo, la acumulación de “famosos” que aparecen por allí y la forma en que se remarca su presencia -“¡Hey, Cole Porter!”- hace recordar a ese maravilloso falso biopic que fue Walk hard: the Dewey Cox story.
Pero, también, Medianoche en París recupera mucho de ese Woody Allen de antaño, el que era capaz de reflexionar y filosofar desde la ligereza y el buen humor (por eso el exceso de cameos no suena a pedantería intelectual, sino a sátira descontracturada). Y hay algo particular, que la emparienta con Vicky Cristina Barcelona, otra de sus propuestas europeas: tanto en aquella como en esta, hace evidente una mirada del norteamericano sobre lo extranjero. Eso que no pudo concretar en sus incursiones por Inglaterra (tal vez por la comunión en el lenguaje) es aprovechado en estas películas que soportan, incluso -y por eso mismo- el aire de tarjeta postal que por momentos las trasciende: Allen se sincera y dice directamente que es imposible ver lo otro sin los ojos del turista. Por eso el cliché, por eso el lugar común. Incluso refleja como en un espejo el arranque de Medianoche en París (rutinario y grasa) con el de Manhattan (cinematográfico y excelso).
Y finalmente Medianoche en París encuentra en Owen Wilson el cuerpo ideal para transportar su espíritu sensible, romántico, ridículamente nostálgico: Woody le pega un puñetazo al nostálgico bobalicón que cree que sólo lo pasado fue mejor, y le dice que hay que vivir el presente, mirando al futuro. El actor es quien logra hacer que todos los elementos del film (los malos y los buenos) cohesionen en algo diferente: contra la distancia irónica de los últimos Allen, Wilson impone su figura de seductor en low-fi. Hacía rato que el director no filmaba un plano tan romántico como el de Wilson bailando con Marion Cotillard; hacía rato que no construía un final tan bello como el de Medianoche en París. Wilson hace lo que ningún otro: no intenta un alter ego del director por acumulación de tics, sino que fusiona su estilo con la neurosis habitual. De ahí surge algo nuevo, diferente, una sensibilidad que es una dicción extraña, una nariz y una ciudad particulares. Nariz y ciudad que tienen un encanto arrebatador y que dinamitan, a fuerza de carisma, cualquier dejo de apolillamiento del último Allen.