Cuando la voracidad comercial da más miedo...
Sabe Dios por qué nos gustan tanto las películas con tiburones asesinos pero desde la Jaws (1975) de Spielberg a esta parte no ha faltado año en que no se conozca alguna historia con estos animales de antagonistas, o bien cumpliendo algún rol secundario cuando se necesita un buen golpe de efecto. Porque en esto no hay dudas: los tibus te animan la fiestita. Siempre. ¿Son malas estas películas? Casi sin excepciones. Y en raras ocasiones llegan a estrenarse en salas de cine (Alerta en lo profundo, Mar abierto, Terror en lo profundo 3D y, más recientemente, Miedo profundo lo han logrado). Algunas son clase Z, como la saga de Sharknado realizada por SyFy Channel, y otras incursionan en una digna clase B (recuerdo la australiana Bait de Russell Mulcahy que aquí no se estrenó). Si se siguen manufacturando en serie debe ser nomás que el interés del espectador no ha ido mermando con el tiempo. La dudosa calidad de los títulos, por otra parte, exige cierta indulgencia o directamente el fanatismo de una audiencia conocedora del género que a esta altura sabe que los milagros cinematográficos son tan aislados que -cuando se dan- hay que atesorarlos porque nunca se puede anticipar si podrán volver a repetirse. Megalodón, el último ejemplo de este enfrentamiento entre hombre y escualo, no es uno de ellos.
A diferencia de otros subproductos pobremente realizados, en The Meg la Warner Bros. no escatimó en gastos y erogó 130 millones de dólares que de a ratos se ven en la pantalla. El problema es que no han contratado a profesionales de talento para adaptar la novela de 1997 de Steve Alten -la primigenia de una lista que suma siete entregas hasta el momento- y para colmo de males, tras la partida del denostado Eli Roth, le confiaron la dirección a un realizador como Jon Turteltaub cuya obra ostenta más caídas que picos. El tipo es un asalariado de Hollywood con escasa imaginación y Megalodón se ve afectada por su sempiterno vuelo bajo como artista. Si de por sí el guion es un cúmulo de clichés irremontables la tarea “creativa” del responsable de Jamaica bajo cero tampoco ayuda mucho que digamos. La orden del estudio de bajar el grado de violencia para acceder a la calificación para mayores de 13 años condicionó y terminó perjudicando a la producción. Es lo lamentable del esquema piramidal de Hollywood. Por eso se agradece cuando vemos una película más chica con una autoría más evidente, sea ésta de un guionista o un realizador. Los auténticos artífices de una obra, recordemos…
La presencia encabezando el elenco de Jason Statham parecía una elección de casting un tanto desconcertante debido a los antecedentes del actor británico que desde su consagratorio papel en El Transportador ha demostrado sentirse más cómodo en proyectos de acción. Vista la película queda claro que se le ha otorgado a Statham la trascendencia que el star-system demanda convirtiendo a Megalodón en un enfrentamiento monumental y épico entre Jonas Taylor (el personaje que encarna el pelado) y el monstruo prehistórico al que refiere el título. Es tan absorbente ese duelo que los demás actores quedan relegados en la atención del director no a un segundo sino más bien a un tercer plano. La verdad es que los guionistas Dean Georgaris, Jon Hoeber y Erich Hoeber no aprobarían el examen ni del profesor más benévolo de una escuela de cine. Así de malo es su trabajo: diálogos bochornosos y un rejunte de escenas sin ingenio ni ideas que salven una línea argumental que atrasa años. Si al menos las secuencias con el tiburón tuvieran un tratamiento lisérgico símil Sharknado distinta podría haber sido la recepción crítica. Megalodón tiene humor, pero uno tan burdo y limitado que no conforma a nadie. El grado de delirio debía venir de la mano de un contenido más bizarro que el estudio no estaba dispuesto a experimentar por temor a dejar afuera a una franja de público que no sintonizara con esa onda. No será la primera producción que se malogra por querer abarcar demasiado. No obstante, hay que decirlo, comercialmente se superaron las expectativas. Por eso sostengo que nunca podremos entender del todo los elementos que hacen un éxito o un fracaso de un filme… y mucho más en estos tiempos de Netflix donde es aún más complicado que la gente deje sus hogares para ir al cine.
Una arista con la que se debe convivir en esta era moderna es el de las coproducciones con China que aporta -además de sus millones- un mercado inmenso y desde luego algunos actores para facilitar la identificación con su público. Quizás tenga que ver con el idioma inglés que no le resulta natural hablar, pero en todo caso es penoso el desempeño de la actriz Bingbing Li como la coprotagonista e interés romántico de Statham. Un poco más digna es la tarea del conocido Winston Chao (El banquete de boda). Igual ni el más prodigioso de los intérpretes hubiese podido mejorar a estos personajes concebidos sin ninguna carnadura. Da pena que buenos actores como Rainn Wilson y Cliff Curtis pasen completamente desapercibidos en la pantalla. No pueden aportar nada excepto la intriga de si se convertirán o no en víctimas del voraz megalodón.
El aspecto más festivo de esta historia trillada hay que buscarlo por el aura de héroe indestructible que le han diseñado a un Jason Statham, como han dicho por ahí, “en modo Dios”. Las peripecias acuáticas de Jonas en su cruzada contra el tiburón son divertidas pero la película en su conjunto no se disfruta ni siquiera bajando el nivel de exigencia. Los efectos especiales son adecuados (el CGI no pasa vergüenza como en otras superproducciones). A no preocuparse: el subgénero no morirá por esta mala película.