CUIDADO, TIBURÓN SUELTO
Algunas producciones de Hollywood -y algunos héroes, por qué no- han aprendido con el tiempo que el ridículo es lo único que las salva del oprobio generalizado y de la descortesía programática del espectador (y el crítico) en piloto automático que no sabe encontrar lo encantador en este tipo de propuestas si no hay un tufillo a Clase B. Por eso que la cruza de Jason Statham con un tiburón gigantesco prometía en Megalodón uno de esos entretenimientos sin culpa lleno de momentos virtuosos y descontrolados, territorio en el que Dwayne Johnson viene jugando hace rato de la mano de Brad Peyton en films como Terremoto: la falla de San Andrés o Rampage: devastación. Y algo de eso hay en el film de Jon Turteltaub, lo que lo convierte en un sano y divertido espectáculo.
Tenemos un grupo de exploradores y un empresario inescrupuloso, fusión necesaria para todo film que apuesta por la ciencia ficción en comunión con el cine catástrofe: el descubrimiento de una región de mayor profundidad en el océano termina abriendo la puerta para que el bicharraco del título, una especie extinta hace millones de años, vuelva otra vez a la superficie con una voracidad descomunal. Y como una misión científica sale mal, llaman al único que parece capacitado para resolver el asunto, un tal Jonas (Statham) a quien en el prólogo del film vimos tomar una decisión tan fundamental como clave en su vida: tuvo que dejar atrás a sus compañeros, quienes desaparecieron en el fondo del océano sin dejar rastro. Aunque él dice que una criatura monstruosa los devoró. Sea lo que sea, el pobre Jonas tendrá que lidiar toda la película con esa culpa, pero también aprendiendo algunos aforismos sobre que lo importante no es tanto la gente que murió sino la que se pudo salvar y sobrevivió. Dilemas existenciales básicos que la película de Turteltaub administra entre secuencia de acción y secuencia de acción.
Si el arranque es un poco solemne, Megalodón va progresivamente desandando su costado más lúdico: el tiburonazo aparece en escena y la película va acumulando escapada salvadora tras escapada salvadora. Eso sí, no termina de arrojarse de cabeza al descontrol desvergonzado y se siente constantemente tironeada entre escenas espectaculares que estiran el verosímil y situaciones melodramáticas que no terminan de tener peso, como si Turteltaub creyera que la forma de generar empatía con los personajes es sumándoles conflictos en vez de ponerlos a prueba por medio de la acción física. De ahí que la película se estira un poco exageradamente hasta casi las dos horas. Y hay que decir que en un medio líquido como el que propone Megalodón Statham no luce tanto como sí lo hace en sus films de acción terrestres y pedestres.
Sobre el final hay toda una situación relacionada con un perro (y un homenaje a la obra maestra Tiburón) que deja en claro las posibilidades de la película y cómo no termina de explotar: en determinado momento Statham mira al perro nadar con cara de “esto no está pasando”. Ese solo instante interpreta mucho mejor el sentido del humor absurdo que podría haber hecho de Megalodón algo mucho más festivo.