De malo a bueno, sólo un trecho
Quizá por moda, agotamiento de ideas o simple casualidad temporal, el cine de animación digital vuelve a enfocarse en un personajes que detrás de la coraza malvada esconde a un auténtico pan de Dios. A la invernal Mi villano favorito (Despicable Me, 2010) se le suma ahora Megamente (Megamind, 2010), película que no sólo apila citas y referencias sello Dreamworks, sino que intenta bucear en la soledad y la insatisfacción.
Como Superman, Megamente nació en las vísperas de la implosión de su planeta. Le espera un largo viaje cuyo destino final es el planeta Tierra. No tuvo la misma suerte que su compañero de viajes: si aquel bebé rubio, de tez blanca y rebosante de simpatía cayó como regalo del cielo para una familia acomodada que anhelaba un hijo, a éste diminuto cabezón azulado le tocó la cárcel. Criado por los reos, con el correr de los años descubre que satisfará sus ansias de trascendencia cuando ponga su inteligencia al servicio de la maldad. Y allí se embarca en un duelo en apariencia sin fin con su viejo compañero de viajes ubicado ahora en la vereda opuesta de la bondad y el servicio comunitario. Megamente jamás imaginaba que lograría su cometido. Ya sin Metro Man, ahora dispone a gusto y piacere de toda la ciudad. Solo, con el ansiedad de poder vacía, se da cuenta que en ese trayecto de un polo a otro de la antinomia debe ser contrapesado por una figura opuesta.
Da la sensación que Hollywood busca sacudir el avispero del cine de animación mediante el corrimiento de las narraciones hacía aquellos usualmente marginados en pos del lucimiento del protagonista de turno: los malos. Y es posible ensayar una razón cargada de lógica y moral. Si la estructuración de una película se asemeja a una parábola donde hay (aunque no nos guste) un temido aprendizaje disparador de un Mensaje, qué mejor que hacerlo a través de un personaje cómodamente instalado en el lado oscuro que inicia el recorrido hacía la bondad: vean sino al maquiavélico protagonista de Mi villano Favorito y a este científico-tirano de Megamente.
Esa irrupción de la corrección conspira contra una historia que decrece en el tiempo. La secuencia de montaje que recapitula la infancia de nuestro antihéroe (los naipes de policías y ladrones son memorables) es una de las mejores del cine de animación de los últimos años –después de Up (2009), claro. Justo después, en plena discriminación escolar, Megamente se da cuenta de que lo malo rankea mejor que lo bueno. “Y yo también te amo a ti, hombre común”, le dice Metro Man a un civil absolutamente preso de su figura endiosada, una curiosa mezcla de la egolatría y autosuficiencia de Iron Man con el porte físico de Mr. Incredible de Los increíbles (The Incredibles, 2004). Dos momentos punzantes, sí, pero cuya gracia inicial cae por el efecto residual de su crítica punzante.
El resto del metraje deja la certeza de que esa lucidez fue un acto involuntario. No necesariamente porque el humor deje de funcionar –lo sigue haciendo, y muy bien- sino porque empieza a desperdigarse en citas culturales y la temida moraleja antes de ahondar en la experiencia de un personaje que aprende lo que quiere cuando deja de tenerlo. Era un terreno más profundo y a priori interesante para recorrerlo. Pero no, Tom McGrath (el mismo del díptico Madagascar) va hacia otro lado. Es tanto y tan largo el derrotero de adoctrinamiento de Megamente, que da la sensación que McGrath pierde el timón y Megamente naufraga, dejando notar el paso apurado y las costuras de la trama.
Efectiva, visualmente notable (atención al movimiento y gramaje de los cabellos) y con un funcionamiento general aceitado, Megamente deja la sensación de que pudo haber sido más, mucho más.