El recuerdo que no descansa
Memorias cruzadas (A memória que me contam, 2013) es un film delicado que enlaza el arte audiovisual y la temática de la dictadura para construir una mirada crítica y autorreferencial de los militantes radicalizados frente al golpe de estado de 1968 en Brasil. La directora brasileña Lúcia Murat parte de la vida actual de un grupo amigos que, habiendo participado de un grupo armado cuatro décadas atrás, reflexionan acerca de los errores cometidos y la culpa de haber sobrevivido.
Mientras que el actual gobierno brasilero decide abrir los archivos oficiales de las fuerzas armadas partícipes del golpe de estado perpetrado entre 1968 y 1979, en un hospicio de Río de Janeiro, Ana (Simone Apoladore) reposa semiconsciente en la sala de cuidados intensivos tras sufrir una nueva crisis psiquiátrica, sumado a otros males que padece hace varios años. El estricto régimen de visitas hace que los amigos, únicos preocupados por su salud, se congreguen en la sala de espera a lo largo de -lo que seguro será- su última internación. En su encuentro diario, estos viejos compañeros de la resistencia radicalizada de los años sesenta, no podrán evitar confrontar consigo mismos, adjudicarse responsabilidades, mostrarse arrepentidos, sentirse culpables y recordar con dolor a los muertos, los torturados y los locos -como Ana, quien supo ser una líder carismática.
Lo peculiar del film es que la convaleciente protagonista, Ana, nunca es vista en el tiempo presente de la historia, sino el espectro de su juventud, tal como los otros personajes logran reconstruirla en sus mentes. Entorno al recuerdo de Ana, emergen las disidencias ideológicas entre dos generaciones: la de los padres ex militantes y la de sus hijos. Hay una escena que, aun siendo lateral al relato, resignifica la riqueza de este enfrentamiento generacional de experiencias, intereses y cosmovisiones; en ella, Irene –el personaje que da vida a Lúcia Murat en la ficción- confiesa a su hijo que alguna vez deseó que no fuera homosexual, como si eso lo protegiera de la actitud beligerante de la sociedad. Sin dudas, en este diálogo se expresan las contradicciones internas de quienes, tiempo atrás, han reivindicado los ideales de la liberación identitaria y sexual.
Cuando el recuerdo fantasmagórico no es la de un muerto, existe una poética más compleja de fondo. La aparición de Ana en la vida sus amigos es la metáfora de la culpa que aun no pudieron resolver ni siquiera pronunciar. En este sentido, la escena inicial del film es una aproximación al trauma inaugural: una joven mujer sumergida en el mar siente que el fondo la arrastra hacia lo profundo, no puede liberarse ni salir a la superficie para recobrar el aire. “La pesadilla vuelve a repetirse.” Ella es Ana, la eterna joven comunista de la historia. ¿Será la retórica visual la que señala lo indecible de la culpa?
Con diez largometrajes en su filmografía, Murat recibió múltiples premios -entre ellos, a mejor película de Iberoamérica en el Festival de Mar del Plata por su film Casi Hermanos (2004)-, lo cual se debe a su interesante propuesta cinematográfica fuertemente influenciada por la temática de la dictadura, de la que también vivió el secuestro y la tortura en carne propia.
Memorias cruzadas vendría a confirmar la regla por la cual la inteligencia de un fenómeno artístico se asocia al grado de autocrítica de quien lo produce. Para ello, se necesita indudablemente mucho tiempo. En su caso, Murat necesito algo más de 20 años para escribir, junto a Tatiana Salem Levy, este guión inspirado en la vida de la militante Silvia Vera Magalhães –la única mujer participe del secuestro de embajador de EE.UU. Charles Burke Elbrick, en 1969- quien, tras recibir duras torturas durante sus tres meses de detención, resultó gravemente afectada en su salud física y mental.