Sobre la vida real Misterioso, exultante y desbaratado es el universo de la adolescencia, o algo de eso creemos desde la orilla urbana, aunque un tanto distinto sucede en otras desembocaduras del territorio latinoamericano. Con la mirada puesta en la diversidad, El ojo del tiburón (2012), de Alejo Hoijman, se aleja de los clichés del púber de ciudad para descubrir a dos amigos de 14 y 15 años en su transición hacia el mundo adulto dentro de un remoto pueblo nicaragüense. Maicol y Bryan cultivaron su amistad en el pequeño pueblo de San Juan del Norte, aislado en el medio del monte selvático de Nicaragua, al que solo se llega por río o mar. Estos dos adolescentes dividen su día entre dos universos: el juego y el trabajo adulto. Las veces que nadan en el río, pasean en bote o charlan recostados sobre plácidas hamacas, son intercaladas con la asistencia del mayor quien les enseña a cazar monos y chanchos en la selva, descifrar olores y sonidos, o bien pescar tiburones durante la noche cerrada. Lo que a primera vista parece ser un documental de observación –y, en efecto, la ausencia del registro clásico de testimonios así lo caracteriza- el film redobla la apuesta al presentar una narración lúdica que roza la invisibilización de la cámara, ese ojo astuto e irreal que se inmiscuye en la vida de los otros como si de él nada pudiera percibirse, y la frontalidad del realizador en dar cuenta de su presencia al incluir breves miradas a cámara. Esa hibridación de los modos de narrar devela un enfoque más complejo y desafiante en el film, en palabras del propio cineasta: “el límite entre cine documental y ficción no debe discutirse en el territorio de lo estético, formal, sino en el de lo ético”. Con la dosis justa de naturalidad y de disimulo cuasi actoral, los adolescentes interactúan, juegan y charlan entre ellos sin develar el artefacto ubicado frente a sus narices, a la vez que comentan los planos filmados durante el día y la idea matriz del film: “sobre la vida aquí, más que nada”, como lo define Maicol. A lo que más tarde agrega, “a ellos les está gustando la vida, les gustaría vivir aquí”, refiriéndose directamente a los mismos realizadores. En pleno convencimiento del procedimiento documental, el cineasta replicó en su anterior trabajo Unidad 25 (2008) -premiado a Mejor Película Argentina en el BAFICI 2008- las reglas de su propio método de abordaje de lo real: no recurrir a las entrevistas ni a la voz en off para poner al descubierto la vida objeto de su película. Es su declaración de principio donde nadie se verá engañado, lo que hay allí no es puro real, es apenas un fragmento ajustado al ceñido encuadre y bajo la influencia de su presencia.
El recuerdo que no descansa Memorias cruzadas (A memória que me contam, 2013) es un film delicado que enlaza el arte audiovisual y la temática de la dictadura para construir una mirada crítica y autorreferencial de los militantes radicalizados frente al golpe de estado de 1968 en Brasil. La directora brasileña Lúcia Murat parte de la vida actual de un grupo amigos que, habiendo participado de un grupo armado cuatro décadas atrás, reflexionan acerca de los errores cometidos y la culpa de haber sobrevivido. Mientras que el actual gobierno brasilero decide abrir los archivos oficiales de las fuerzas armadas partícipes del golpe de estado perpetrado entre 1968 y 1979, en un hospicio de Río de Janeiro, Ana (Simone Apoladore) reposa semiconsciente en la sala de cuidados intensivos tras sufrir una nueva crisis psiquiátrica, sumado a otros males que padece hace varios años. El estricto régimen de visitas hace que los amigos, únicos preocupados por su salud, se congreguen en la sala de espera a lo largo de -lo que seguro será- su última internación. En su encuentro diario, estos viejos compañeros de la resistencia radicalizada de los años sesenta, no podrán evitar confrontar consigo mismos, adjudicarse responsabilidades, mostrarse arrepentidos, sentirse culpables y recordar con dolor a los muertos, los torturados y los locos -como Ana, quien supo ser una líder carismática. Lo peculiar del film es que la convaleciente protagonista, Ana, nunca es vista en el tiempo presente de la historia, sino el espectro de su juventud, tal como los otros personajes logran reconstruirla en sus mentes. Entorno al recuerdo de Ana, emergen las disidencias ideológicas entre dos generaciones: la de los padres ex militantes y la de sus hijos. Hay una escena que, aun siendo lateral al relato, resignifica la riqueza de este enfrentamiento generacional de experiencias, intereses y cosmovisiones; en ella, Irene –el personaje que da vida a Lúcia Murat en la ficción- confiesa a su hijo que alguna vez deseó que no fuera homosexual, como si eso lo protegiera de la actitud beligerante de la sociedad. Sin dudas, en este diálogo se expresan las contradicciones internas de quienes, tiempo atrás, han reivindicado los ideales de la liberación identitaria y sexual. Cuando el recuerdo fantasmagórico no es la de un muerto, existe una poética más compleja de fondo. La aparición de Ana en la vida sus amigos es la metáfora de la culpa que aun no pudieron resolver ni siquiera pronunciar. En este sentido, la escena inicial del film es una aproximación al trauma inaugural: una joven mujer sumergida en el mar siente que el fondo la arrastra hacia lo profundo, no puede liberarse ni salir a la superficie para recobrar el aire. “La pesadilla vuelve a repetirse.” Ella es Ana, la eterna joven comunista de la historia. ¿Será la retórica visual la que señala lo indecible de la culpa? Con diez largometrajes en su filmografía, Murat recibió múltiples premios -entre ellos, a mejor película de Iberoamérica en el Festival de Mar del Plata por su film Casi Hermanos (2004)-, lo cual se debe a su interesante propuesta cinematográfica fuertemente influenciada por la temática de la dictadura, de la que también vivió el secuestro y la tortura en carne propia. Memorias cruzadas vendría a confirmar la regla por la cual la inteligencia de un fenómeno artístico se asocia al grado de autocrítica de quien lo produce. Para ello, se necesita indudablemente mucho tiempo. En su caso, Murat necesito algo más de 20 años para escribir, junto a Tatiana Salem Levy, este guión inspirado en la vida de la militante Silvia Vera Magalhães –la única mujer participe del secuestro de embajador de EE.UU. Charles Burke Elbrick, en 1969- quien, tras recibir duras torturas durante sus tres meses de detención, resultó gravemente afectada en su salud física y mental.
Con amor para mi hermano ¿Qué sucede cuando un film desborda los géneros? Catalogarlo como un documental-ficción transmite poco más que una definición forzada en la desesperación por ubicarle un casillero. Esta es la primera impresión al ver Caito (2012), una enrevesada inserción de los géneros en medio de un complejo entramado de historias montadas en línea cronológica: una acerca del sueño de filmar una película propia, otra sobre el incondicional amor de dos hermanos y otra centrada en la vida cotidiana de Caito, un joven del interior que padece distrofia muscular. Queda en claro que el actor Guillermo Pfening, reconocido por su participación en el último éxito de Lucía Puenzo, Wakolda (2013), dirige su ópera prima desde la más auténtica experiencia personal, dedicándose por entero a contar la conmovedora valentía de su hermano protagonista. Sobre una ruta congestionada maneja Guillermo Pfening, un cartel anuncia el destino del viaje: Marcos Juárez. En esta localidad cordobesa vive su familia; hogar que despidió tiempo atrás para probar suerte como actor en el circuito artístico porteño. Los menudos viajes al interior y los reiterados encuentros familiares impulsaron en Guillermo el deseo de filmar junto a su hermano Caito un cortometraje homónimo en el que trataran el estado familiar, la separación de sus padres, la enfermedad que padece de niño y el incondicional amor fraternal. Pasado un tiempo después de esta grabación del 2004, los hermanos deciden retomar la cámara para filmar un mediometraje ficcional acerca las amistades de Caito y su amor por su novia Zuzuki y su cuatrimotor. Una narración contenida dentro de un documental mayor que hace las veces de registro de los ensayos y los entretelones cotidianos de asados y salidas a bares con amigos y parte del staff. Existe una cuantía de obras dedicadas a la vida de otras personas basándose en la relevancia social de su accionar, su incidencia fáctica sobre la historia y cuántos más rótulos de distinción pueda existir. Sin héroes y batallas épicas de por medio, Caito es una historia diminuta y encantadora en la que también se comparte el espíritu honorífico de su realizador, para quien el mundo íntimo de su hermano, su enfermedad y su coraje, son razón suficiente para honrarlo. Lo que a primera vista parece reducir el relato a la mera dimensión afectiva y personal del autor, Pfening define el mayor atractivo en una puesta general que coquetea con varias estéticas a la vez, yendo del video casero familiar, la narración clásica al registro documental al estilo backstage. Acaso lo más valioso del film producido por Pablo Trapero, sea el entrevero de múltiples registros utilizados para dar ingreso a la ficción que, de modo indiscutido, conforma el disparador original de la película: se filma el arribo de los actores amigos Romina Richi, Bárbara Lombardo, Lucas Ferraro, Juan Bautista Stagnaro a Marcos Juárez para participar de la filmación, la charla entre los hermanos sobre lo que planean filmar para luego exhibir lo filmado. En la gesta de un neologismo ajustado para la ocasión, se estaría frente a una experimentación metafílmica, en el autoregistro de los realizadores atravesando el sinuoso camino de la producción, los roces entre actores durante el ensayo, a lo que se sumaría la aparición de un (todavía discutible) nuevo género documental contemporáneo: la grabación hogareña. De principio a fin, Caito asienta las bases de un film fuera de género que, a lo largo del metraje, no aspira a una complejidad narrativa más que a contar una historia minima y humana sobre la fuerza vital de quien, sumido en un universo de restricciones, sale adelante en la vida.
Telerrealidad paranoide Con el talento suficiente para ganar dos Gran Prix de Cannes consecutivos, primero con el virulento film Gomorra (2008), que retrataba la vida cotidiana de la más baja estopa de la mafia italiana y ahora con Reality (2012), el director Matteo Garrone repone su visión crítica sobre la sociedad contemporánea a través de una historia tragicómica de cómo el mundo arquetípico del reality show rebota de lleno en la vida de un padre de familia. Luciano (Aniello Arena) es padre de tres niños, esposo de María (Loredana Simioli) y napolitano de toda la vida. Junto a su amigo Michele (Nando Paone) se gana la vida vendiendo pescados en un puesto feriante en la plaza central. Aunque dedique el día completo, el dinero poco alcanza, a lo que, a veces, el ingenio lo saca a flote. Así, en los tiempos libres, se dedica a la importación de electrodomésticos a nombre de compradores ficticios, sobretodo ancianas del vecindario, sorteando gastos impositivos. Hasta que un día su familia lo convence de participar del reality televisivo Gran Hermano con la fantasía de resolver las penurias financieras de la familia en caso que él ganase. Nunca se hubiesen imaginado que quedar preseleccionado sería tan pesadillesco. La contradictoria mecánica televisiva es la trama que ha atravesado varias películas. En algunas, el fenómeno reality era figurado como la recreación cuasi-paródica de “lo ordinario y real de la vida”, en otras como la fuente milagrosa de oportunidades para quienes deseen huir de la angustiante “vida real”. Son memorables los films que, como Reality, cuentan una historia acerca de las paradojas de la telerrealidad. Quizás el caso más notorio sea el de The Truman Show (Peter Weir, 1998) que, coqueteando con los límites de lo inverosímil, cuenta acerca del primer ser humano nacido en cautiverio dentro de un reality show. O en Réquiem por un sueño (Requiem for a Dream, Darren Aronofsky, 2000) cuando, al sobrevenir la oscuridad en la vida familiar, la madre del protagonista (interpretada con maestría por Ellen Burstyn) rediseña su dieta a base de anfetaminas con la idea de volver a entrar a un vestido de su juventud y lucirlo en un show de TV con el sueño de ganar el concurso que le devuelva una mejor imagen de su propia vida. Desde el humor y la parodia, estas dos dimensiones de la telerrealidad aparecen en la trama de Reality: primero, el fenómeno actual de Gran Hermano que, siendo un programa de entretenimiento, busca emitir el espectáculo de la vida trivial en directo o hacer culto de lo banal -como el filósofo François Jost definría a la generalidad de la expresión contemporánea- y, segundo, esa necesidad de visibilización mediática que avanza hacia una incontenible sensación de paranoia. Todo esto le sucede a Luciano, el conflicto aflora cuando algo que parecía pasajero termina por apoderase de la narración; el reality show que, en un principio, era apenas un asunto circunstancial gana importancia dramática a medida que el protagonista enloquece. Este proceso de conversión hace que el trabajo actoral de Aniello Arena aporte buena parte a la valoración positiva de la película. Resultan imborrables las escenas que ironizan acerca del Gran Fratello italiano, esa máquina creadora de figuritas mediáticas, con dudoso talento y de intensa fama evanescente. En varias oportunidades aparece Enzo, un personaje salido de la última edición del reality, quien asiste a casamientos y a discotecas convertido en el nuevo superstar de turno. Un héroe de modé que, bajo una lluvia de papel picado y luces estridentes, sobrevuela el auditorio colgado de arneses o repite incansables veces Never give up, su frase latiguillo tan pujante como la máquina que lo parió. Ganador de un David de Donatello por el rubro Della fotografía, la película de Garrone hace un especial uso de la composición escénica a propósito del relato. En consonancia con la retoma del conventillo como escenario donde se desarrolla la comedia italiana, la cámara realiza recorridos por la puesta escenográfica de pasillos mohosos, cuartos grisáceos y escalinatas resquebrajadas. Un tipo de disposición dramática del espacio que recuerda al estilo de Fellini. Otro acierto estético y narrativo que hace de Reality un film imperdible.
Doble perimetral en verso Lunas cautivas. Historias de poetas presas (2011) es el documental de Marcia Paradiso sobre cómo un taller de poesía transformó la lógica del encierro en potencia creativa y convirtió el escenario carcelario en espacio pujante para proyectos artísticos. El film aleja al espectador del típico relato presidiario focalizado en el delito y su castigo, para incursionarlo poéticamente sin olvidar el profundo desasosiego de su entorno: aislamiento, soledad y locura. La luna somete con implacable destello la inmensidad del descampado bonaerense, parece una nave de expedición atravesando la oscuridad. Noche tras noche, es vista fragmentada y aprisionada sobre el recuadro de la ventana, así es la luna para quienes miran desde la Unidad 31 de la cárcel de mujeres de Ezeiza. Tres capítulos totalizan la narración del film. Tres presas escriben poesía: Lidia, Majo y Lili. Tres fotos escanopeicas servirán de solapa divisoria entre ellas. Lunas cautivas. Historias de poetas presas es el registro audiovisual de los ejercicios que las presas realizaban en el taller de poesía coordinado por María Medrano y Claudia Prado de la Asociación Civil, Social y Cultural “Yo no fui”. Ubicada hacia el final del extenso pasillo, una habitación recortada por cuatro paredes de tres por cuatro hace las veces de biblioteca, aula y taller. Aquí la poesía es postura política; es, inevitablemente, autorreferencial; es oxígeno vital; es un rapto de libertad que trastabilla, aunque sea para no hundirse, con la soledad y la locura del encierro. Las imágenes se multiplican en primeros planos de los rostros, en coloridos paisajes perimetrados, en rústicas fotografías escanopeicas. Y se suceden una tras otra. El hierro pesado de una puerta de mediana seguridad se cierra. El eco estruendoso atraviesa el extenso recorrido de los pasillos, propagándose por las habitaciones, los cuartos de vigilancia, los baños, hasta llegar a la biblioteca ubicada en el rincón extremo del edificio. Allí, algo más de seis mujeres reclinadas sobre cuadernos rayados, siguen atentas al movimiento hipnótico del trazo azul de la birome apretada entre los dedos. También ríen, toman mate, fuman y leen en voz alta lo que acaban de escribir. En términos formales, Lunas cautivas. Historias de poetas presas desestima las estructuras del engaño, ya que no sugiere lecturas ni cuenta más de lo que sucede en pantalla. Elige un registro directo guiado por la primera persona y un uso de la lente en la cual se muestre la huella de la observación. También, la voz narradora se multiplica por cada una de las protagonistas. Una presa del interior del país, otra del extranjero. Una a punto de recuperar su libertad, otra que espera que el tiempo pase. Una comparte la celda con su bebé, otra añora el reencuentro con sus hijos. Cada historia traza los diversos modos del decir y, también, de hacer poesía. En este sentido, Liliana Cabrera es una de las más proliferas, ya que aun en prisión está por publicar su tercer libro de poemas. Lo interesante del documental Lunas cautivas. Historias de poetas presas es todo lo que deja para pensar, sobre todo la importancia del proceso creativo en períodos de encierro, donde la espacialidad concreta de la cárcel tiene un rebote psíquico, el encierro se convierte en una experiencia totalizadora y la palabra liberadora emerge potente ante el bullicio agobiante del mundo interno. Desde una mirada sensible, la directora, guionista y productora Marcia Paradiso, documenta la historia de estas tres presidiarias, a la vez que logra un ejercicio poético conmovedor sea quien sea su espectador.
De fantasmas, traición y otros restos de historia Con numerosos documentales sobre intelectuales y artistas argentinos, Virna Molina y Ernesto Ardito dedican su último largometraje a la figura del político Mariano Moreno cuya creencia acérrima en la libertad y la igualdad de los pueblos hizo posible la Revolución de Mayo de 1810. El film Moreno (2013) es un recorrido historiográfico en donde el oscuro entramado de conspiración y traición política del pasado es representado en clave de suspenso y la materialidad de la película inaugura una poética metafísica de lo más atrapante. En tiempos del Virreinato del Río de la Plata, el territorio entero era sometido al orden absolutista de los colonizadores, como también el indio lo era a la explotación de esclavos. Así, las reiteradas escenas donde las comunidades autóctonas eran masacradas fueron, ante la indignación de Moreno, el síntoma que avizoró la urgencia de una revolución independentista. Inspirado en los valores de la revolución francesa, Moreno se lanzaría a marcar el 25 de Mayo de 1810 como la fecha más importante de la historia nacional, siendo esta la razón misma por la cual, tiempo después, el joven moreno de 31 años sería envenenado en una misión diplomática a Inglaterra. Una historia contada a través de las cartas de su mujer María Guadalupe Cuenca, la biografía de su hermano Manuel y la voz de algunos familiares e historiadores. Moreno es el resultado de un arduo proceso reconstructivo sobre un revolucionario del cual, sea por el desinterés de sus descendientes o el intencionado ocultamiento de la historia oficial, muchos documentos y registros físicos fueron extraviados. ¿Cómo contar la vida de alguien a quien la historia misma se ha empeñado en borrar? A las trabas impuestas, Molina y Ardito –galardonados con 27 premios internacional por Raymundo (2003) y Corazón de Fábrica (2008)- responden con un documental magistral por donde se lo mire. Con la clara idea de cómo contar historias, esta dupla de cineastas encaran cada uno de sus trabajos desde la perspectiva de un realizador integral, el cual se caracteriza por participar en todos los rubros que hacen a una película: guión, dirección, producción, fotografía, cámara, dramatización, distribución. En este sentido, Molina y Ardito construyen un estilo fotográfico propio que, a lo largo de sus producciones, se destaca por una materialidad plástica como si capturaran la historia al interior de una pintura. El uso de lentes macro y teleobjetivos que resaltan texturas y delicados detalles visuales en el centro de la escena. O bien, la supremacía de cuerpos fragmentados que, sea en encuadres cerrados, fuera de foco o puestos en contraluz, son recompuestos en un montaje que combina lecturas performativas, sonido ambiente y música incidental. La película Moreno, ganadora del concurso del INCAA sobre el Bicentenario de la Revolución de Mayo en el 2010, sugiere una lectura profunda sobre el hombre de la independencia nacional, a la vez, que invita al espectador a una experiencia estética conmovedora. Para quienes deseen conocer producciones anteriores, consultar a www.virnayernesto.com.ar.
Entre la educación y el desarraigo Profesor Lazhar (Monsieur Lazhar, 2012) es, a primera vista, un film sobre el vínculo humano que el aula- y el sistema educativo entero- despliega, limita y reproduce. El director Philippe Falardeau utiliza este contexto para luego complejizarlo y montar en él un escenario posible del trauma. Así, el registro emocional de una experiencia dolorosa será la idea fundante del argumento que, entreverada por el humor y el drama, retrate a un docente en su intento por sanar la herida de sus alumnos, y también la propia. La directora de una escuela primaria de Montreal se ve en aprietos ante la repentina muerte de una joven maestra, la urgente búsqueda de un sustituto que cubra el puesto y, con ello, la de reparar lo que la violenta tragedia dejó en los niños del curso. Dentro de un colegio en plena crisis, el profesor Bachir Lazhar (Mohamed Fellag), un hombre de origen argelino, toma la suplencia. Poseedor de una personalidad carismática y un método educativo heterodoxo, Lazhar hará que los alumnos recuperen la confianza hacia el mundo adulto llevando adelante un largo proceso de sanación a través de la palabra. Siendo que las escenas preliminares de un film señalan el conflicto vector de la historia, el director Falardeau muestra con contundencia perturbadora la mirada arrasada de un niño en el descubrimiento de su maestra muerta. Y no es menor que suceda en la estación más fría del país nórdico. El vacío resulta tan abrumador y doloroso como la piel desnuda en contacto con la nieve. Estudiantes y profesor transitarán la aceptación del trauma y el reconocimiento del dolor ajeno al compartir un temor en común: el del abandono. Unos despojados de la protección de su educadora ausente. Y Lazhar exiliado de su tierra a la fuerza. Múltiple premiada por el público y la crítica en festivales internacionales, incluyendo su candidatura al Oscar como mejor película extranjera en el 2012, Profesor Lazhar resulta una tesitura compleja que desborda el tema de la educación y explora el dolor de la inmigración y el desarraigo.
De putas y humor crudo A primera vista, Carne de neón (2010) podría ser un típico film sobre tipos recios que, engendrados bajo la ley de la calle, no les cabe el mínimo remordimiento por el negocio sucio de la prostitución forzada al que se dedican por tiempo completo. Sin embargo, la desopilante crueldad de la trama quedará de fondo, cuando la extravagante hibridación de géneros y el particular estilo de su director Paco Cabezas, transformen la vida marginal y la violencia sangrienta en un extraño escenario para el humor. Claro que uno bastante negro y desorientador. Ricky (Marios Casas) es un joven ventiañero con una vida dura. Hijo de una prostituta (Angela Molina) que lo abandona a los 12 años, habita un barrio funesto rodeado de contrabandistas, asesinos y cafishos de poca monta. Una vida entera dedicada al negocio ilegal, en la que pudo hacerse de un puñado de amigos y colegas en el rubro: La infantita (Dámaso Conde), una travesti que sueña con ser estrella porno pero la acongoja la decisión de tener que operarse, Angelito (Vicente Romero), el tipo que trae nuevos negocios y obliga a su novia adicta a prostituirse y El niño (Luciano Cáceres), un forzudo de pocas luces encargado del trabajo sangriento. Anhelando recuperar el amor de su madre, Ricky abre un prostíbulo de trata de blancas donde ella pueda trabajar cuando llegue el día que salga de prisión. Pero todo saldrá de su cause cuando él descubra la enfermedad de su madre y el arsenal de mafiosos que ansían destruirlo. Una cal y una de arena. De un lado a otro del cuadro, una bala pasa en cámara lenta atravesando la primera toma de Carne de neón. Un comienzo prometedor para un film de acción que, en el discurrir de la historia, parece debilitarse en el tratamiento poco delicado sobre la trata de personas, como en la escena donde la inauguración del prostíbulo, celebrada con champagne, luces de colores y esclavas sexuales, es musicalizada con un tema más apropiado para una comedia romántica. Sin pretender una lectura minuciosa del asunto, el uso de estos recursos generan, no menos, que ruido en el espectador. A esto se suma una realidad preocupante en la sociedad argentina entorno a la explotación sexual de mujeres, una problemática actual que puede traducirse en una especial sensibilidad del público local al recibir un film de este tipo. No obstante, existen aspectos dentro del film que hacen de Paco Cabezas un director codiciado entre los productores de Hollywood. Y esto se encuentra en el manejo de cámaras cuando de escenas de sangre y acción se trata. Esto sucede al promediar la película, cuando la aparición de un capo mafia (Dario Grandinetti) da paso a un logrado cambio en el tono de la historia, redireccionada lo más siniestro. Las huellas estilísticas de films precedentes son reconocibles en Carne de neón, como el tipo de vestimenta y los modismos gangster de los personajes de Snatch: Cerdos y diamantes (Snatch, 2000) o la acción ralentizada de las imágenes de El club de la pelea (Fight club, 1999) o el calibrado uso de suspenso, violencia y humor negro que, magistralmente, lleva adelante Alex de la Iglesia en sus películas. Recordando que la crítica no es más que una reflexión particular sobre un film, queda en el público realizar sus propias observaciones sobre esta película que incluso su mismo director calificó de arriesgada. Un panorama no muy alentador.
Gentío invisible La Multitud (2012) es el documental debut del director de Martín M. Oesterheld que describe la vida actual de los asentamientos que rodean dos de los predios más grandes de la ciudad porteña, otrora destinados al entretenimiento y más tarde devenidos en páramos urbanos y escombros. Realizado bajo el formato de ensayo visual, el film se transforma en una narración poética, y casi de ciencia ficción, que revela a los habitantes invisibilizados de la periferia. En La Multitud se muestra un modo de habitar lateral al resto de la ciudad. Registrado con una cámara en mano que se oculta detrás de escena, un puñado de personajes son acompañados en su transitar cotidiano por los espacios que habitan. Se trata del Barrio Rodrigo Bueno y la Villa 20 que rodean el descampado de la ex Ciudad Deportiva de La Boca y el complejo habitacional de Villa Lugano ubicado en las inmediaciones del Parque de diversiones Interama. Con una arquitectura lujosa y de fantasía construida durante los gobiernos militares del 60 y 70, ambos predios evocan una idea de sociedad y de futuro que, desde entonces a la actualidad, apenas conservan su bello esqueleto. Sobre el cordón sur, el predio de la ex Ciudad Deportiva de La Boca emerge desde las aguas del río como una infraestructura gigantesca y fantasmal. A la altura de un proyecto casi faraónico, el complejo se erigió sobre la base de varios islotes rellenados artificialmente y un tendal de puentes que le servían de acceso. Destinado a un proyecto arquitectónico ambicioso para la época, como la construcción del estadio más grande de América Latina que nunca fue, la duración de su puesta en actividad fue récord. Apenas una década entre la fecha de su construcción hacia 1968 y su cierre definitivo. El otro lugar utilizado en el film es el Parque de diversiones Interama que, edificado en 1982 en Villa Soldati, es reconocible a kilómetros de distancia por su torre espacial de 208 metros de alto. Desde el 2003, permanece inaccesible. La tesis de La Multitud se funda en el extrañamiento y el contrataste que genera el paisaje urbano. Así, la extrañeza de los parques le aporta al film un tono de ciencia ficción, como el escenario pos-apocalíptico por el cual diferentes personas transitan en silencio. En medio de una ausencia casi total de voces, el efecto de distanciamiento se refuerza cuando el único diálogo del film es entre dos inmigrantes rusos. Un hombre que habita el complejo habitacional de Lugano y una mujer de una Villa cercana. El diseñador, pintor y documentalista Martín M. Oesterheld, también nieto del escritor de El Eternauta (Héctor Germán Oesterheld, 1959), logra representar la antinomia social presente en el paisaje arquitectónico de la ciudad. A través de su puesta fotográfica y su estilo narrativo retrata el vacío para producir un efecto de extrañamiento en el espectador. Encuadres que contienen un todo desolador, repleto de pastizales, montañas de cemento amorfo y perros que vagan por comida. Si bien solo quien conozca bien el mapa de Buenos Aires puede reconocer los espacios filmados, la idea de contraste es identificada de inmediato a través de los descampados fantasmagóricos que rodean los asentamientos humildes. A esta multitud de invisibilizados hace referencia el título del film.
Una ofrenda para mi muerte La ópera primera de Miguel Baratta y Patricio Pomares, El fruto (2010) cuenta la travesía de un hombre mayor enfermo que, en un último esfuerzo, decide surcar camino por la llanura pampeana para sanar el mal que lo aqueja. Una historia sencilla a campo traviesa sobre la soledad y la muerte con una puesta fotográfica embellecedora. Juan es un anciano que vive en solitario en una recóndita zona rural, dentro de un rancho donde reina un vacío tan idéntico como al que habita en el sembradío reseco y al puñado de árboles que se extienden alrededor. Allí, en el remanso de la noche, cuando todo acalla y sobreviene el aullido de perros y el sonido de los grillos entre el pastizal, Juan se despierta con un dolor agudo. Por esta razón, al día siguiente, decide llevar consigo un pequeño árbol, el único fruto de su campo, en una larga peregrinación en busca de una curandera que le devolverá la salud a cambio de aquella ofrenda. El fruto cruza la ficción y el documental –algo ya visto en el Nuevo Cine Argentino (NCA)- y que, en un principio, se revela en dos aspectos. En los diálogos, algunos logrando un mayor efecto de naturalidad que otros, y en la elección de los propios lugareños como actores, lo que aporta verosimilitud al relato con sus rostros curtidos y despojados de manierismos. Una propuesta de este tipo demuestra un visible desafío por parte de sus directores que, habiendo iniciado el proyecto como tesis universitaria, decidieron continuar en vistas a su primer largometraje. Podría decirse que la historia de El fruto sostiene una premisa: todo lo vital tiene un revés temible y que completa la lógica del ciclo. Si bien esta idea se explicita en las palabras que el protagonista arroja cada vez que se cruza a un poblador en su camino, es un aspecto también captado en la propuesta fotográfica del film. Sobre todo en aquellos encuadres que, cohabitados por múltiples planos de acción y de luminosidad, resultan de gran belleza plástica. Como en las imágenes donde los tonos pardos del paisaje y el andar resquebrajado de Juan parecen orquestar una premonición demoledora y a la vez, encantadora. En este sentido, el logro visual y compositivo supera los demás elementos del film.