Recuerdos de la dictadura vecina
Con una presidenta de la Nación que pasó por esa experiencia, parece totalmente lógico que el cine brasileño produzca una película que reflexiona sobre los años de la guerrilla urbana. Más aún teniendo en cuenta que la realizadora, Lúcia Murat (Río de Janeiro, 1949), también tomó las armas a fines de los ’60, siendo encarcelada y torturada por la dictadura militar del país vecino. Las referencias a la realidad son bien concretas en Memorias cruzadas (A memória que me contam, 2012), coproducción de la que participaron capitales chilenos y argentinos. No sólo porque la protagonista es directora de cine, sino porque un recordatorio final termina de poner en claro que el personaje alrededor del que gira toda la película es una transposición de la legendaria Vera Sílvia Magalhâes, que en 1969 participó, junto a otros miembros del MR-8, del secuestro de Charles Burke Elbrick, embajador estadounidense en Brasil.
A diferencia de Cuatro días en setiembre (¿O que é isso, companheiro?, Bruno Barreto, 1997), que reconstruía el secuestro de Elbrick en tono de thriller político, la película de Murat toma como eje el modo en que aquella experiencia repercute aún en quienes la protagonizaron. Lujosamente fotografiada por Guillermo Nieto, director de fotografía favorito de Pablo Trapero y aporte argentino a la coproducción (el aporte chileno es un actor que intenta hacer de médico brasileño, sin lograrlo), el presente de Memorias cruzadas tiene lugar en el momento en que la aquí llamada Eva es internada en estado comatoso, provocando la reunión de sus ex compañeros, que guardan una larga y angustiosa vigilia en la sala de espera.
A esa Eva nunca se la ve, pero el fantasma de la que fue no deja de presentarse ante sus ex compañeros. Como si se tratara de un bello bloque de memoria, que viene a recordar que aquello que pasó no pasó: sigue vivo en ellos. Mientras tanto se debate, a nivel nacional, la posibilidad de que los militares accedan a abrir los archivos secretos de tiempos de la dictadura. Cosa que, a diferencia de lo que sucedió aquí y en otros países latinoamericanos, en Brasil no ha tenido lugar. Ni parece que vaya a tenerlo. En los papeles, todo estaba servido para un film político complejo y cuestionador, que vinculara el presente brasileño con un pasado que allí está bastante menos asumido que aquí. En los hechos se trata de una película en la que todo está escrito, nada vive.
Los personajes son entelequias, cuya función consiste en poner en palabras las ideas que el guión quiere transmitir. Palabras en ocasiones tan altisonantes como aforismos kitsch. Sobre todo las puestas en boca de Franco Nero. Que no se entiende bien qué hace aquí, como ex guerrillero italiano acogido en Brasil, intentando hablar portugués con apenas un poco más de éxito que el actor chileno. Tampoco ayuda mucho la gravedad de tono, justificada por la situación pero acentuada en ocasiones casi hasta el borde de la autoparodia. La verdadera historia de Vera Sílvia Magalhâes es francamente terrible: herida de un balazo en la cabeza antes de ser apresada, fue torturada en ese estado y padeció secuelas físicas y psíquicas durante toda su vida, además de contraer un linfoma y terminar muriendo de un infarto a los 59 años, en 2007.