Oh, here I go
A casualty hangin’ on from the balcony
Oh, here I go
Makin’ a scene, oh here I am, your pain machine
COSA DE MINAS
El jueves pasado se estrenó Men: Terror en las sombras (tal es el subtítulo, o la aclaración, que se le adjuntó para su estreno en estos territorios).
Men es la tercera película de Alex Garland en su doble rol como director y guionista y la primera en estrenarse en Argentina. Por primera vez, es posible disfrutar de su talento para plasmar imágenes en pantalla grande, así como de su envolvente uso del sonido, dos herramientas que el realizador domina a la hora de construir climas que, en esta ocasión, terminan de decantarse por el género de horror. Es una lástima que en esta ocasión la película no resulte la mejor muestra de sus talentos.
En las últimas semanas (desde que se volvió disponible para descargar, en los sitios a los cuales solemos recurrir ante las inciertas estrategias de distribución que se toman con estas películas), Men parece haberse convertido en el parámetro de todo lo que está mal en términos de cine: cierta cinefilia no ha perdido la oportunidad de plantar bandera en contra de la corrección política, una de las obsesiones más fastidiosas de ciertos sectores de la crítica vernácula. Men ha sido rápidamente denostada -también olvidada, porque convengamos que no hay nada acá que resulte demasiado memorable- como otra de esas películas “progres” provenientes del hemisferio norte, con un discurso cerrado hace uso de los axiomas de ciertas expresiones del feminismo que vienen acaparando la opinión pública desde los inicios del Me Too. Lo cual vuelve muy difícil hablar de la película como objeto, ya que estas narrativa parecieran atravesar profundamente todo lo que se dice sobre la película: destacar algunas virtudes de Men implicaría abrazar su discurso, que parecería ser su único atributo; denostarla tendría que ver no tanto con un desacuerdo con el discurso, sino con la defensa de un cine no-discursivo, no político (como si tal cosa existiera). Desconfío mucho de ambas posturas.
Men es discursiva, eso es claro. Estamos hablando de una película cuyo clímax consiste en una secuencia en la que un hombre heterosexual protagoniza un parto (!!!!!!!) y termina dando a luz a otro hombre, que a su vez da a luz a otro hombre, hasta llegar a James (Paapa Esiedu), el agresivo y mentalmente inestable ex-novio de Harper (Jessie Buckley). El mensaje -palabra destestable a la hora de hablar de la construcción de sentido, pero insoslayable al momento de designar tan burda enunciación de una idea- deja poco lugar a la imaginación: si bien resultan en apareciencia diferentes, todos los hombres son iguales, apenas una cáscara que esconde su violenta naturaleza.
Esta idea del ser masculino como fuente de terror -que Men desarrolla, de manera imperturbable, reiterativa y poco emocionante a lo largo de su breve extensión- parece suscitar, todavía, un fastidio que estalla contra la película, contra Garland, contra la tan mentada “corrección política”, en fin, contra toda la idea de que el hombre pudiera ser fruto de temor para una mujer sola; concretamente, por una atravesada por una relación de pareja violenta. ¿No es la misma tesis que sostenía Repulsión hace 50 años? Hay algo que molesta mucho en esta idea de la cual Garland extrae por lo menos una gran secuencia de tensión, convirtiendo a un hombre calvo desnudo en una aparición directamente terrorífica.
Es cierto que los discursos que alimentan la narrativa de Men lucen, apenas cinco años después del estallido del Me Too, algo anticuados. Por lo menos, no suficiente para sostener el interés en el devenir de Harper, la protagonista, y los hombres siniestros que la acosan en el reducto de una casa de campo. Sin dudas, la narrativa podría beneficiarse mucho de una mayor profundidad psicológica, de una indagación más profunda en la dinámica con su ex novio (que termina suicidándose como castigo a un abandono). Se le piden estas cosas a la película, y a la vez se lo piden a estos discursos. ¿Por qué? ¿No hay algo en el terror que se beneficia con lo primal, con lo injustificado, con lo irracional? ¿Por qué una película sobre una mujer aterrorizada de los hombres debería contemplar sutilezas, ser ecuánime, ofrecer valores de grises?
Si Men resulta poco lograda es porque Garland pareciera estar operando con lo mínimo, confiando en la potencia de estos discursos -que exceden y funcionan por fuera de la ficción que quiere construir- como razón suficiente para dotar a su historia de potencia dramática. Lo que termina pasando es que Men adolece de una falta de especificidad que se apoya en los aspectos más elementales del relato de horror para culminar en una secuencia que no es más que una ilustración de lo que nos viene contando desde el inicio. Hay cierta pobreza, acá, cierta dejadez, que termina percibiéndose como falta de honestidad.
Con respecto al respaldo que la película le da a estos discursos -más cercanos a la misandria que a cualquier idea de igualdad de género-, me permito dudar. Cerca del final, James -el último eslabón del parto secuenciado que parecería ilustrar el concepto “los hombres son todos iguales”- se sienta junto a la protagonista en el sillón. Ella le pregunta qué quiere, qué busca, por qué la atormenta. Aun después de muerto, él busca lo mismo que siempre: su amor. Men es una película sobre una mujer lidiando con un hecho traumático -el suicidio de su ex pareja para vengarse de su abandono- pero también sobre la culpa, una culpa que no le corresponde pero le resulta imposible no sentir. La película se resuelve cuando ella logra enfrentarse a James, sostener una conversación, sin asumir aquella culpa como suya pero escuchando a aquel hombre agresivo, perturbado que, sin embargo, la ama.
Poco de esta conclusión responde a los axiomas de un discurso absoluto, cerrado, a tono con los cánones de un manual de vida que resulta cómodo y libre de conflictos. Al contrario, creo que Men termina encontrando -en una escena brevísima de la cual desafortunadamente se evade rápido- su núcleo en esa contradicción, entre los sentimientos que no nos corresponden pero igualmente sentimos, justamente en la imposibilidad de sentirnos siempre dueños de toda la razón, aunque la tengamos. En ese margen de indeterminación, en esa incerteza, todavía queda espacio para el cine y también para el verdadero terror: con la razón nunca alcanza.