Muchas de las obras de Alex Garland incluyen, dentro de una trama de género, la propuesta de un debate. Ex Machina se interroga sobre el derecho a la independencia de una inteligencia artificial. La serie Devs -con la que la película mencionada constituye un díptico, “devs ex machina”-, amplía la pregunta y se plantea si el género humano está irrevocablemente determinado o tiene algún grado de libertad. Este nuevo film, en cambio, en vez de usar un género popular para elaborar una polémica interesante, expone una opinión; no una pregunta sino la respuesta a una pregunta. Esta aseveración para nada matizada del film es “la masculinidad siempre es nociva para las mujeres”.
Harper (Jessie Buckley) decide pasar unos días en una casa de campo para recuperarse de una experiencia traumática. En flashbacks se nos revela que su marido es manipulador, abusivo y eventualmente violento. Hasta la extorsiona con la amenaza de un suicidio. Al igual que en otras películas de Garland, como Aniquilación o La playa, la naturaleza resulta un lugar a la vez idílico y amenazante. El campo inglés, fotografiado con colores iridiscentes por Rod Hardy, es presentado aquí como un jardín edénico que recibe a Harper con un manzano del que ella prueba un fruto.
Roto el estado de gracia por este acto, aparece Geoffrey, el primero de la media docena de varones que desfilan por el lugar. Todo ellos están interpretados por el mismo actor, Rory Kinnear, con diferentes capilaridades, algo que da al film un tono ambiguo: queda en algún lugar entre la metáfora, la lógica onírica, la sátira y el sketch cómico de TV. A la vez, es la puesta en escena no muy elaborada de un lugar común: los hombres son todos iguales.
Cada uno de estos individuos encarna un tipo de masculinidad, siempre patriarcal y destructiva. Así, Geoffrey es el tímido pasivo-agresivo, luego aparecen el sacerdote que culpa a la víctima, el policía que desestima la denuncia de una mujer, el adolescente que la denigra y también otros caracteres más inclasificables y esotéricos cuando la película empieza a despegarse del mundo “real”.
Tras un primer acto en el que se siembra la extrañeza, ingresamos de lleno en el llamado horror folk, esa variante del terror inglés que recurre a la persistencia de ritos y figuras del paganismo, en este caso, el “Hombre Verde” y Sheela Na Gig, vinculados con la sexualidad y la fecundidad. Una vez que la historia revela sus cartas no tiene mucho más que decir, dado que está enfrascada en ejemplificar su tesis. En todo caso, resultaría más original o productivo problematizarla, en vez de martillar sobre el mismo concepto.
El tercer acto, en el que el folk horror muta en body horror, reserva escenas impactantes, pero acaso demasiado exhibicionistas para expresar la ocurrencia de que estos hombres son avatares de lo mismo, algo que ya estaba claro desde el momento en que tienen todos la misma cara. Si Garland hubiera seguido con su costumbre de polemizar con la doxa en lugar de dócilmente confirmarla habría elaborado un film mucho más rico.