MEN: Terror en las sombras

Crítica de Martín Philippi - Funcinema

LA EROSIÓN DEL INTELECTO

Mediante una secuencia que tranquilamente podría ser la publicidad del nuevo Ford Fiesta, la película nos presenta a Harper (Jessie Buckley), una joven que para afrontar el reciente fallecimiento de su esposo decide trasladarse a una bella casona de la campiña inglesa. Sin embargo, lo que aparentaba ser una tranquila vacación a modo de retiro espiritual se convierte en una desdicha absoluta debido a la violencia machista que reina por esos pagos. A partir de este eje, emergerá el pasado marital de la protagonista.

Men: terror en las sombras es una película tramposa ya que hace uso de algo que podríamos denominar “la estrategia anti-oposición”. Dicha estrategia consiste en tomar una problemática socialmente incuestionable y exponerla de la manera más directa posible, para así convalidar desde el vamos cualquier argumento que se emplee para rebatirla. Digamos, nadie con dos dedos de frente podría negar el maltrato que, lamentablemente, sufre la mujer por su condición de tal, pero sí puede parecer que uno lo hace -por lo menos ante los ojos del policía moral de turno- si no se conmueve con una película que lo explicita con una abismal vehemencia.

Con esto a su favor, Alex Garland (Ex-Machina, Aniquilación) efectúa -posiblemente- la película con las metáforas más torpes que se han visto en el último tiempo. No hace falta esforzarse demasiado para develar qué discurso se pretende anunciar con una obra titulada “hombres” y en la cual casi la totalidad de los personajes masculinos están interpretados por el mismo actor (Rory Kinnear). Y por si queda alguna duda, el clímax (una especie de embarazo en cadena de todos los personajes interpretados por Kinnear del cual acaba emergiendo James (Paapa Essiedu), el marido violento de Harper) se encarga de quitárnosla.

En las antípodas de esta pseudocrítica al machismo se ubica El bebé de Rosemary, donde Polanski, como gran autor que es, utiliza una historia de sectas y rituales satánicos aparentemente banal para exponer la misma idea que Garland en Men pero, claro, sin insultar la inteligencia del espectador. Recordemos: Rosemary es una joven ama de casa que, al igual que Harper, es maltratada (hasta incluso violada) por su esposo. No se le permite salir de su departamento. No se le permite ver a sus amigas. Incluso cuando comienza a presentar complicaciones producto de su embarazo no se le permite abortar.

Para comprender el trasfondo ideológico del film, el espectador de 1968 (año en que se estrenó El bebé de Rosemary) debía transitar un momento de reflexión, de diálogo con la obra; algo que, como habremos notado, está lejos de exigírsele al de Men.

Lamentablemente, esto no representa tan solo una disparidad aislada entre dos películas, sino que responde a una lógica mucho más siniestra que es la de la estupidización colectiva en la actualidad. El mensaje debe estar dado de la manera más clara y directa posible para que evitemos cometer la irreverencia de pensar por nosotros mismos.