Vergüenza de clase.
En los primeros minutos de Mente Implacable asistimos a una secuencia de persecución con todos los elementos para que funcione: tiene tensión, adrenalina y hasta el suspenso en dosis justas. Es una pena que a continuación la historia se haga presente, y no por el hecho de situar la narración en un orden propio del género: la particularidad del guión hace que el verosímil -en cuanto a estiramiento- sea el rasgo principal de una película, en teoría, orientada a saciar esa necesidad de berretismo casi desaparecido del cine que se estrena -todavía- en salas de cine. La tensión del verosímil nace a partir de que un convicto irrecuperable, Jericho Stewart (Kevin Costner), es el único candidato para un experimento que consiste en “implantarle” los recuerdos de un agente de la CIA asesinado, con el objetivo de que termine una misión crucial.
Jericho es tironeado tanto por los agentes de turno de la Central de Inteligencia como así también por un villano anarquista español (¿?) interpretado por Jordi Mollà. La rusticidad de este antihéroe es lo que se destaca en la interpretación de un viejo lobo como Kevin Costner, un actor que ha sabido mofarse de sí mismo y bajar los niveles de ambición que supo tener hace un par de décadas. De todos modos el asunto se sobrecarga de seriedad cuando el antihéroe Jericho asimila los recuerdos familiares del pobre agente, así brotan una serie de sentimientos que no poseía y objetivos más políticamente correctos que los de asesinar agentes, golpear a civiles inocentes y destrozar todo a su paso. El director Ariel Vromen (The Iceman) se enreda en los tonos, entre la gravedad y la liviandad de su historia, porque la transformación de Jericho de un animal salvaje a un héroe clásico y altruista tiene menos carga de verosimilitud que el propio experimento. Tampoco colaboran las genéricas secuencias de acción ni los gritos de Gary Oldman, mucho menos el inexpresivo rostro de Tommy Lee Jones, ambos desperdiciados en un elenco que parece el de un proyecto clase A de Hollywood.
El estudio Millenium Films (que produce la película) tomó la posta de Cannon, aquella productora de los 80 que propiciaba felicidad envuelta en películas clase B con absoluta conciencia de limitaciones, pero también de estructuración de un entretenimiento erigido con nobleza. No es el caso de Millenium, que en los últimos años expone más su pobreza en el hecho de congregar a estrellas que en pulir sus guiones. Mente Implacable es la fiel demostración de lo que sucede en la actualidad con el estudio: tiene vergüenza de ser clase B y se disfraza de mainstream bajo el prestigio de sus elencos.