Rompecabezas muy atractivo
En el personaje de un millonario con pocos escrúpulos, Richard Gere le pone la máscara justa a una película que podría haberse deslizado a varios lugares comunes de Hollywood, pero no lo hace. Y que no dejará de producir cierta incomodidad en el espectador.
“Soy el patriarca”, le recuerda Robert Miller a su hija, en instantes en que su pedestal de magnate da la sensación de temblar desde los cimientos. “Ese es mi rol, y debo desempeñarlo”, corrobora, como si en lugar de padre fuera un actor en plena representación, un tótem comunitario, un modelo social. Del desfase entre el personaje y la persona, entre la imagen pública y lo que subyace tras ella, habla Mentiras mortales, ópera prima del neoyorquino Nicholas Jarecki, en tiempos en que el patriarcado del capital es sometido a vientos tan huracanados como los que azotan a Miller. No por nada el protagonista de Mentiras mortales (Arbitrage, en el original) es uno de los que cortan el bacalao en Wall Street. El magnate es tenido además como todo un filántropo, gracias a las obras de caridad que su esposa lleva adelante, en nombre de la fundación benéfica que su conglomerado económico se permite financiar.
Filántropo sumamente conocido en la societé neoyorquina es Henry Jarecki, padre del realizador y de Andrew Jarecki, cuya obra de mayor repercusión es el perturbador documental Capturing the Friedmans. Difícil saber hasta qué punto ambos hermanos fueron marcados por la “interna” de los Jarecki. Lo cierto es que, como en Capturing the Friedmans, uno de los temas centrales de Mentiras mortales es el de la disfuncionalidad familiar. Desde ya que la de los Miller no es del mismo grado que la de los Friedman –sospechados de abuso infantil en masa, sostenido en el tiempo—, pero en ambos casos la familia es vista como gigante con pies de barro. Uno de esos thrillers que se complejizan de modo espiralado (tanto en sentido policial como moral), Mentiras mortales se abre con una representación y se cierra con otra. La primera consiste en la celebración del sexagésimo cumpleaños del patriarca, con la familia entera posando para la foto perfecta en su impresionante mansión de Manhattan. La última, la entrega de un premio honorario a Mr. Miller, consagrado como empresario modelo. Entre una y otra representación, Mentiras mortales narra el detrás de escena.
“Tenés 60 años. ¿A qué pensás dedicarte?”, le pregunta al padre (Richard Gere, cada vez más lejos de la pose) su hija Brooke (la notable Brit Mailing), cuando se entera de que aquél piensa vender la empresa y retirarse. ¿Justo en el momento en que la revista Fortune le dedica su tapa? ¿Después de un año en el que los negocios marcharon mejor que nunca? ¿Qué lleva a Miller a tomar esa decisión? Con una muy medida dosificación de la información, el guión escrito por el propio Jarecki desperdiga datos que permiten ir armando el rompecabezas, siempre de modo tentativo. Enseguida, la trama comenzará a abrir y diversificar líneas narrativas. Por un lado, se sabe que a Miller le está costando vender la empresa. Por otro, que más le cuesta devolver el dinero que le pidió a un conocido, para tapar con urgencia un bache financiero. Más que un bache, un cráter abierto en medio de su contabilidad: 412 millones de dólares.
Esa cifra no es ni con mucho el único motivo de preocupación de Miller, a cuyo estudiado aplomo un Gere sesentón presta su estampa como de escuela de modelos. Producto de un accidente automovilístico con graves resultados, el hombre se ve sometido a una investigación policial y judicial, conducida por uno de esos detectives de homicidios que son como máquinas de sospechar (Tim Roth, perfecto). La consecuencia más benigna de esa investigación sería que Mrs. Miller (Susan Sarandon) se enterara de que el marido tiene (tuvo, mejor dicho) una amante. La peor, la concreción del pánico por excelencia de todo poderoso: perderlo todo. De allí en más y aunque a Miller le cubran las espaldas los mejores abogados de Nueva York, la cosa se complica en progresión geométrica.
Que el destino del magnate quede atado al de un muchacho de Harlem, hijo de su chofer de toda la vida, es una línea interesante, que grafica hasta qué punto el extremo superior de la pirámide social apoya todo su peso sobre la base. Menos interesante es cierto maniqueísmo al revés, que lleva a ver al morocho como poco menos que un Bambi, en un mundo de cazadores. Por más que el rol social del que es tan consciente ponga a Miller en el lugar de un semidiós, este predador de alta gama no es tanto más monstruoso que cualquier espectador de moral elástica. Subyace a Mentiras mortales la idea de que, en circunstancias semejantes, el mortal que lo observa desde la butaca no haría nada muy distinto que él. Mentiría, metería la mano en dinero ajeno, se aprovecharía de los más débiles, sería capaz de vender a un familiar directo o de ocultar una muerte, con tal de salvar el pellejo. Como estamos en una de Hollywood, todo indica la posibilidad de que Miller se redima de algunos de esos vicios privados. No de todos, quizás: Mentiras mortales es una de Hollywood, pero no tan del montón.