PESADILLAS VARIAS
Mete miedo elige un planteo inicial seductor, pero de propósito directo en cuanto a su alta dosis de terror: una figura femenina, un (auto)sacrificio, un ritual sangriento, un personaje en estado de coma casi irreversible. La genealogía del espectador adicto al género se verá pipón con esta escena-prólogo, eficaz y elocuente.
De ahí en más empieza la construcción del rompecabezas narrativo. Tres personajes de peso: la fiscal Fátima (María Abadi), una oficial de policía (Melisa Garat) y un detective (Marco de la O, actor exportado), más otro, u otras, de marcado énfasis a través de sueños irresolutos, pesadillas y sustos varios.
Sin necesidad de aclarar detalles puntuales de la trama, la película de Néstor Sánchez Sotelo presenta climas acordes a este tipo de relatos, un protagónico uso de la luz, los clásicos recorridos de la cámara por pasillos intimidatorios y el afán por desentrañar una historia que escarba en un pasado siniestro y de compleja resolución.
Es aquello que le sucede a la joven en estado de coma, que impensadamente deja ese estado, ante la sorpresa de los otros personajes (la fiscal y el detective), relacionados ambos con ella desde diferentes motivaciones afectivas, y planteándose de ahí en más en cómo seguir ocultando un hecho del pasado a la paciente recién recuperada.
Mete miedo encuentra sus mejores momentos cuando las dos mujeres se establecen en una casa llena de recuerdos, un supuesto ambiente ideal para que se inicie una nueva vida. En esos espacios la trama dispara su interés a desovillar ese pasado oculto, algunos secretos a revelar, una exploración catártica a resolver en un futuro cercano.
Sin embargo, la película juega a dos puntas, a dos intereses estéticos que en más de una ocasión no se complementan sino que se chocan entre sí. Sucede que la historia decide ser efectista a través de esos numerosos sueños y pesadillas, de elocuencia gore y de tinte sangriento, en oposición a una zona más efectiva donde las dos mujeres protagonistas viven encerradas a propósito de la curación de una de ellas.
Está bien y se entiende perfectamente que Mete miedo necesite describir la psiquis de un personaje que acaba de despertarse de un largo coma y de otro que oculta un hecho puntual con esos momentos que distinguen al género desde su lugar más reconocible (sangre a borbotones, fantasmas y ánimas, etc.) pero ocurre que en ese doble juego entre el efectismo y la eficacia la película pierde su sustancia como tal inclinada a convencer a un público adictivo y a otro no habituado a esta clase de historias.
En esa zona indecisa de la narración, los minutos finales arman aquel rompecabezas inicial entre momentos sugerentes y otros donde retorna la obsesión por el efecto gratuito y el exhibicionismo sin vueltas.
En definitiva, una película partida en dos desde la sutileza hasta la arbitrariedad sin anclajes intermedios.