Alegre rebelión conservadora
Después de Ni el tiro del final (1997) y El mismo amor, la misma lluvia (1999) –y al margen de su valiosa experiencia e indudable capacidad como realizador televisivo, lo que incluye desde varios capítulos de Dr. House hasta El hombre de tu vida–, Juan José Campanella (1959, Buenos Aires) comenzó a ser visto por muchos como una suerte de modelo, por un lado por saber conciliar el éxito de público con la aceptación de buena parte de la crítica, y, por otro, por combinar una narración clásica, característica del cine estadounidense (el cine a secas, para muchos), con sentimentales prototipos de nuestra idiosincrasia (la Argentina a secas, para muchos). El broche de oro fue el Oscar que obtuvo con El secreto de sus ojos (2009).
Es loable que para su nuevo proyecto haya apostado a un género diferente en vez de explotar el suceso de aquella película, embarcándose en un ambicioso film de animación infantil en 3D. Y hay que reconocer, también, que lo ha hecho con apabullante calidad técnica y recurriendo a algunas ideas plásticas inusuales en su cine, con elementos graciosamente distribuidos en el plano y colores nunca estridentes. Metegol ofrece momentos visualmente esplendorosos, referencias burlonas y ciertos guiños cinéfilos y deportivos que despiertan simpatía, utilizando como punto de partida Memoria de un wing derecho, breve cuento en el que Roberto Fontanarrosa cuenta en primera persona las vivencias del muñeco de un metegol. Es cierto que la idea de hacer que los chicos se identifiquen con juguetes que cobran vida no es nueva, abarcando desde clásicos de la literatura infantil hasta Toy Story (1995, John Lasseter), pero Campanella le da un giro original, por tratarse de un juego que le permite a un público mayoritariamente amante del fútbol como el nuestro ejercitar la nostalgia y la identificación.
El comienzo es prometedor, mostrando a los habitués de un antiguo bar en el que sobrevive un metegol del que está pendiente Amadeo, pibe previsiblemente tímido y bienintencionado. Pero pronto habrá una elipsis, tras la cual, por el capricho de un empresario ególatra, buena parte del pueblo en el que se encuentra el bar es transformado en un gigantesco parque temático deportivo. El guión (escrito por Campanella, Eduardo Sacheri y Gastón Gorali) empieza entonces a dividirse en varias subtramas que no llegan a encajar con precisión. Todo parece indicar que el protagonista es Amadeo, pero en algun momento el film se olvida de él y cobran importancia los jugadores del metegol, que corren diversos riesgos y terminan ayudando a los habitantes del pueblo a ganar un decisivo partido de fútbol. Uno de los personajes más vivaces es Laura, la chica que le gusta a Amadeo, pero aparece y desaparece sólo para poner de vez en cuando una dosis de sentido común. Una recorrida por la mansión del crack narcisista, una explosión, la caída por una montaña rusa, un partido de fútbol: cualquiera de estos u otros elementos podrían ocupar el lugar principal en la trama, pero aparecen como impactos desunidos.
Por otra parte, otro problema de Metegol –o de Campanella– es convertir lo que podría haber sido un divertimento libremente imaginativo en una fábula tradicionalista. La oposición que plantea es, sin medias tintas, pueblerinos sencillos y honrados vs. suntuosos negociantes egoístas. Podría encontrarse una intención de cuestionar la rapidez con la que se destruyen vestigios del pasado en nombre del progreso mal entendido, pero entre los personajes no hay historiadores, coleccionistas ni arquitectos a la vista. Tampoco es para desmerecer la idea de validar la lucha de un grupo social en vez de la de un héroe individual, pero resulta discutible por qué se lucha tanto como quiénes integran esa comunidad. Los motivos: preservarse de la codicia de los poderosos, lo que resultaría más coherente en una producción menos costosa y calculada (ya decíamos algo parecido respecto a Luna de Avellaneda, que también reivindicaba valores inmateriales mientras, al mismo tiempo, como producción audiovisual dejaba a la vista recursos claramente barajados para rendir en la taquilla). Y en cuanto a los personajes que integran esa muestra representativa que sale en defensa del pueblo: ningún político (la aversión por los políticos que Campanella manifestaba en Luna de Avellaneda y El secreto de sus ojos reaparece aquí, donde el intendente se borra a la primera de cambio y nadie habla de reemplazarlo) ni obreros, artistas, científicos o intelectuales, y, en cambio, un subcomisario, un cura, un ladronzuelo, un apático emo, una inofensiva señora mayor, y, claro, jugadores de fútbol, por lo que ese acto de resistencia termina convirtiéndose en una suerte de revolución conservadora, cuyo lema podría ser Tradición, Familia y Fútbol. El espíritu de ciertas películas argentinas que solían hacer Luis Sandrini o Luis Landriscina asoma, con ese aire demagógico que ocultaban bajo una apariencia amigable.
Cuando no hace mucho la revista Sight & Sound invitó a Campanella a elegir sus diez películas preferidas de la historia del cine, el exitoso director argentino seleccionó (como puede apreciarse aquí) sólo producciones estadounidenses e italianas, la más reciente de 1979. Sin dudas, una señal de su mirada acotada y algo estancada sobre el cine, que Metegol –más allá de la modernidad de su andamiaje tecnológico– no hace más que confirmar.