Metegol

Crítica de Luciano Mariconda - House Cinema

Dime qué películas ves y te diré qué tan costumbrista eres

Por un lado, el rechazo: la comedia, el terror y la animación son tres géneros subestimados. Usualmente se los catalogan como algo pasatista, liviano y que carece de mensajes (“Para mensajes está el correo”, dijo alguna vez Hitchcock). Vivimos en un mundo atravesado por una creencia colectiva que minimiza al cine de animación a ser sólo un espectáculo placentero pero efímero y olvidable. Desde la aparición de Pixar, la compañía de John Lasseter se fue superando menos por una cuestión artística que por la necesidad de dar vuelta esa convicción masiva. Sin embargo, parece que la lucha sigue siendo adversa para la animación (más allá de que Pixar haya ganado más de diez Oscars y haya tenidos dos films nominaciones a “Mejor película”).

Por el otro, la aceptación. Juan José Campanella goza de un extremo respeto, comprensión y, luego de haber ganado el Oscar, del orgullo de una gran parte del público argentino. Esta porción de los espectadores busca historias con mensaje, que les hablen de su realidad desde una posición cotidiana para su comprensión y que a su vez los haga sentir inteligentes después de descifrar el -aparentemente complejo- rompecabezas temático que propone su director.

¿Qué sucede cuando chocan estos mundos tan distintos en su apreciación popular? Pues bien, surge Metegol, un film más fallido que logrado, pero más interesante que muchas otras películas que se estrenan todos los jueves. Su atractivo es fácil de adivinar: se trata de una obra poderosa que costó alrededor de 20 millones de dólares (una cifra récord en el país) y está producida por la Universal. En este aspecto, no hay que dar muchas vueltas sobre el asunto: Metegol está hecha con extremo profesionalismo y será admirada por aquellos que desafían al resto del mundo con el desafiante y emotivo discurso del “sí, acá también podemos hacerlo”.

Entonces, ¿en dónde radican sus principales fallas? Claramente, en su perezoso guión. Metegol pretende ser ordenada y clásica pero el producto final resulta demasiado caótico. El problema no se encuentra en las tres partes que componen la totalidad del film, sino en lo que sucede en cada una de ellas. Todo comienza como cualquier película de Campanella, es decir, con la bandera del costumbrismo bien alta. Vemos un pueblo, un bar, personajes cotidianos, y a Amadeo, un joven fanático del metegol que un buen día logra derrotar al engreído del pueblo. Años más tarde, éste llega convertido en una estrella de fútbol que pretende armar un estadio gigantesco en medio del lugar. Una noche, los héroes de Amadeo –unos simpáticos muñecos de metegol- cobran vida para ayudar a su dueño a frustrar los planes del villano y a rescatar a la chica de sus sueños.

¿Pero esto es así? No realmente. En su segunda parte, Campanella apuesta por la aventura pero cae al mismo tiempo en la subestimación al público y al cine que está representando. Para el director, la aventura se reduce a juntar a ciertos personajes y colocarlos en situaciones de peligro sin medir siquiera el peso narrativo que eso conlleva: la acción es acción sin un propósito. A Campanella parece no importarle el espacio, sino lo que deben pasar los protagonistas, puestos en la escena de una forma arbitraria. En este sentido, hay numerosas secuencias que no tienen una lógica argumental: surgen de la nada y terminan afectadas por la intrascendencia (hay una particularmente fallida que ocurre en un laboratorio).

El gran problema para Campanella es no decidirse entre construir un relato costumbrista y un film de animación clásico. Sin embargo, hay que concederle al director la certeza de que es difícil la unión de estos dos mundos. Para bien o para mal, las primeras escenas –repleta con los temas favoritos del cineasta- son fieles al espíritu de sus otras películas. Pero cuando Campanella subraya la inspiración en Pixar, Metegol parece hundirse en ser su mera e inferior copia.

Hablando de inspiración, acá hay un grave problema con los homenajes. El film comienza alterando el principio de 2001: Odisea del espacio, en el que los simios en vez de matar con huesos, juegan al fútbol con un cráneo. Sí, es un momento banal pero al menos tiene el leve propósito de remarcar que desde tiempos inmemorables el mundo se define con una pelota de por medio. O algo así. Lo que viene luego ya no es tan notable: en la mencionada secuencia del laboratorio, Campanella intenta recrear la oscura escena del basural de Toy Story 3 pero sin el componente dramático de este film. ¿Por qué falla? Porque el director nunca se ha encargado hasta ese momento de darle a sus personajes un mínimo de interés: son simplemente muñecos que cobraron vida, de manera tan mágica como gratuita. A los protagonistas de Metegol no le faltan secuelas para que los queramos, simplemente les falta desarrollo. En otra parte, el realizador cita el famoso momento de los helicópteros de Apocalipsis Now , y de vuelta, todo resulta tan vacío como incomprensible.

Metegol no es la clase de película para las personas que leen críticas de cine. Es, más bien, la película ideal para aquellos que huyen de cualquier análisis. Este film -y todo Campanella en general- está hecho para el público. A la salida de la función hablé con varias personas que estaban muy orgullosas del trabajo del director y el equipo técnico. Volvemos a repetir que la realización técnica es sobresaliente pero inmersa dentro de un pobre marco argumental. ¿Al público le importará esto? Para nada, porque no quieren amargas críticas de cine que atenten contra la ilusión de un pueblo.

Y así y todo, hay un momento interesante en Metegol que dura segundos. En una secuencia, el intendente vende el pueblo al mejor postor y se sube a un helicóptero escapándose de la ciudad. Esto, que no es más que un pequeño chiste con un timing algo anticuado, representa una visión distinta con respecto a Luna de Avellaneda. A diferencia de esa horrible película, la animación de Campanella parece reírse de un hecho histórico que antes había sido tomado con demasiado compromiso para narrar la decadencia de un club de barrio. Más que un acierto, esto parece ser una lección involuntaria. Estos diez segundos, que parecen insignificantes, resumen el cine de Campanella: los temas no están equivocados sino el tratamiento que se les da.