Metegol es posiblemente la película argentina más esperada del año, y el justificativo ante tanta expectativa generada reside en algunos factores que trascienden lo cinematográfico y rayan en lo técnico, lo anecdótico y lo meramente curioso: es una película que cuenta con una larga lista de créditos (más de 300, algo atípico para el cine nacional), es la película argentina más cara de la historia (cerca de 20 millones de dólares), no busca medirse con colegas nacionales sino que más bien apunta a competir con un Pixar o Dreamworks y es, al fin y al cabo, el film posterior al Oscar del célebre director Juan José Campanella.
Tras el análisis de este rejunte de datos de color y algunos más bien técnicos/profesionales, el resultado es aún más curioso que lo pretendido por sus autores: Metegol es un éxito indiscutible en sus virtudes visuales, ya que aunque dista lógicamente del nivel de detalle de producciones de mayor escala, en la comparación general no sale para nada mal parada, pero sin embargo no lo es tanto en la teóricamente menos complicada que es el aspecto narrativo, principalmente en cuanto a guión y montaje. Mientras que pese a algunos problemas de animación con personajes secundarios y de fondo (lo que en un film con actores de carne y hueso sería considerado como “extras”), una falta de pulido general a ciertos escenarios de fondos, algún que otro ruido con partículas (especialmente, explosiones, humo y fuego) y falencias con ciertos riggings de personajes, la animación es virtuosa y de una fluidez jamás alcanzada en una producción fuera de los Estados Unidos o Japón, el guión por su parte sí cae en una sobredosis de lugares comunes, algunos chistes que suenan obligados y por ende, obvios, y situaciones estiradas que revelan demasiado el hecho de que el film está inspirado en un cuento corto (cuyo autor es el recordado Roberto Fontanarrosa) y no una novela con mayores conflictos y desarrollos de personaje. Metegol, por momentos, da la sensación que funcionaría mejor como apenas un mediometraje, y prueba de ello es el clímax donde no se alcanza la emotividad prometida en la primera parte de la película, y los personajes a quienes refiere el título de la película pasan a tener apenas un rol decorativo y secundario, con una intervención injustificada en el final para el desarrollo de la historia. El mayor pecado de la narración, no obstante, es uno intrínseco: el protagonista, Amadeo, no aprueba el videojuego de futbol solitario al cual juega obsesionado su hijo en unatablet muy tecnológica, y en contraposición a este pasatiempo lúdico expone su historia presentándole anécdotas de un metegol, un juego físico y por ende más “real”, que en su infancia lo mantuvo entretenido y…también solitario. El error es narrativo, no conceptual: el metegol involucra necesariamente dos a cuatro seres humanos interactuando cara a cara, pero Campanella omite este detalle y rara vez presenta al bueno de Amadeo justamente como un ser social (se cuenta en anécdotas que éste ha jugado contra mucha gente del barrio, pero se lo presenta en cambio como un marginado casi total). La diferencia entre el modo de juego infantil entre padre e hijo reside entonces únicamente en el tipo de mecánica/tecnología empleada en cada caso. Por otro lado y en menor medida, el otro problema narrativo se basa en que Metegol por momentos parece una remake de Luna de Avellaneda, posiblemente la más convencional y peor película del realizador de El Secreto de sus Ojos. Campanella ha demostrado con creces ser un excelente profesional cinematográfico, pero llamarle “autor” al día de hoy parece un poco exagerado, y Metegol no hace más que confirmarlo.
Dicho esto vale aclarar que, afortunadamente, gracias a sus enormes logros visuales y el esfuerzo decisivo del trabajo de voces (principalmente las del equipo entero de jugadores de plomo que cuenta en su equipo con la gran labor de Pablo Rago, Fabián Gianolla, Miguel Ángel Rodríguez y el Coco Silly, entre otros), Metegol es una buena película que merece ser vista no sólo por quienes disfrutan del cine de animación en general, sino por todo aquel que además crea que sí, es posible encarar una producción de este tamaño fuera de Hollywood y salir airoso en el intento. Eso sólo cumple con la expectativa generada y convierte, definitivamente, al film en la película nacional del año. El otro gran logro de Campanella es devolverle a la tristemente escasa animación argentina su lugar en el mundo. Después de todo, además de la birome, el colectivo y el bypass, también los argentinos contamos con el honor de haber realizado el primer largometraje animado de la historia del cine (El Apóstol, de Quirino Cristiani). Hoy, casi cine de años después, tenemos uno que no tiene mucho que envidiarle a quienes apostaron más fuertemente al formato (¡no género!) en otras latitudes, quizás y con suerte, a partir de ahora tan no tan lejanas.