Ganar como sea
Estamos en el partido final, decisivo: el pueblo, representado por un equipo que lidera Mateo junto a algunos de los habitantes más pintorescos, se enfrenta Grosso y su team de estrellas. Si ganan los buenos, el pueblo sigue en pie. Si ganan los malos, chau pueblo. La cosa viene mal, el partido parece irremontable y los jugadores de metegol, que venían contemplando el encuentro desde afuera, deciden entrar arbitrariamente y sin permiso a la cancha, básicamente para hacer trampa. Esa trampa da resultado: vuelve a poner en partido al cuadro de los “buenos”, en un encuentro que parecía dominado por los “malos”. Mateo -quien no sólo es el personaje principal y narrador de los acontecimientos, sino también el eje moral de la historia-, cuando se entera de la trampa, se enoja y les dice a sus pequeños amigos que la cosa no se hace así, que él y sus compañeros de equipo van a triunfar por las suyas y, de paso, salvar al pueblo. Y el partido sigue, como si nada hubiera pasado, como si el cuadro de los “buenos” no hubiera roto las reglas. Este accionar está respaldado por un discurso previo donde se remarca que el concepto de “pasión” involucra, entre otras cosas, el querer ganar como única opción.
Uno puede, y debe indignarse frente a esta construcción discursiva. Más teniendo en cuenta que está destinada primariamente a los chicos, a los que se les baja el mensaje de que lo pasional involucra sólo el triunfo, sin importar la forma en que se lo alcance, mientras uno esté del lado de los que tienen la razón. Pero si se analiza con un mínimo de detenimiento la filmografía de Juan José Campanella, ya uno no puede sorprenderse: las películas más exitosas del director argentino más prestigioso y popular han estado marcadas por el lema “el fin justifica los medios”, con sus guiones forzando a los personajes a ponerse en situaciones de las que difícilmente haya retorno, para luego continuar los relatos sin hacerse cargo de nada: recordemos a Rafael Belvedere (Ricardo Darín) vendiendo su restaurante y dejando a todos sus empleados en la calle en El hijo de la novia; a Graciela (Mercedes Morán) robando plata de la tesorería o Román Maldonado (Darín) utilizando a una niña pobre como herramienta política en la asamblea del club en Luna de Avellaneda; y a Benjamín Godino (otra vez el pobre Darín) realizando junto a Pablo Sandoval (Guillermo Francella) una investigación sin autorización en El secreto de sus ojos. El cine de Campanella es, en ese aspecto, un muestrario del ser argentino profundo: si estoy convencido de que los motivos me respaldan (puede ser decir algo importante sobre el mundo, o simplemente hacer avanzar la trama), actuar de forma poco ética o inmoral está plenamente justificado. Metegol y sus pequeñas grandes trampas son un ejemplo más.
Los críticos y periodistas de otras vertientes, a la hora de analizar Metegol, hilvanan textos de un facilismo alarmante, que giran básicamente alrededor de estos conceptos y nombres: 20 millones de dólares; nostalgia; Toy Story; pueblo; barrio; Pixar; calidad de animación; pasión; Fontanarrosa; DreamWorks; Luna de Avellaneda. De ahí no salen, y mejor no les pidamos que profundicen analíticamente, a ver si tienen que esforzarse. Y ni uno hasta ahora se dio cuenta de que si hay una película de Pixar con la cual se podría comparar Metegol es con Cars, cuyo foco también estaba puesto en reivindicar la vida en los pueblos pequeños frente a la deshumanización de ciertos aspectos de la vida moderna. Pero el film de Pixar, aún siendo uno de los más flojos de ese estudio, apostaba más que nada a buscar recuperar valores esenciales como la amistad, la lealtad, el trabajo en grupo, la conexión con el otro y hasta una concepción del deporte más vinculada al disfrute que a la competencia. Había personajes con pasado, presente y posibles futuros, con motivaciones, con sentimientos; un pueblo que podía ser pensado, de acuerdo a la mirada de cada protagonista, como un hogar, como un lugar donde redefinirse, o incluso como una vía de huida; una reflexión profunda sobre las conexiones que se establecían a través del tiempo y el espacio; y, principalmente, habían imágenes, porque los realizadores eran conscientes de que lo que estaban haciendo era cine y que la principal herramienta discursiva era la imagen. En el film de Campanella, la idea de “pueblo” no va más allá de un bar con su juego de metegol, una plaza central, el típico monumento a los “fundadores”, “amigos” que aparecen y luego desaparecen sin razón de ser, y no mucho más. Ah, sí, claro, la idea de que todo lo que viene de afuera es “malo”. Y cuando se dice “malo”, es porque está vinculado al marketing y a la tecnología, al “progreso”. Encima, esta idea vacía, vacua, retrógrada de la modernidad ni siquiera tiene una construcción visual coherente que la respalde. Al igual que en los peores exponentes del cine de Fernando Siro, Palito Ortega o Luis Sandrini, en Metegol nunca se percibe un universo narrativo que respire por cuenta propia, que se conecte con otras configuraciones espacio-temporales, que tenga un anclaje verosímil que le permita luego conectarse con el espectador.
Y uno podría decir que es difícil construir universos destinados a un público muy particular como es el infantil, y que encima colocar la vara que significa Pixar sería como pedir demasiado, no sólo a nivel producción, sino incluso desde lo narrativo. Pero lo cierto es que Campanella, y en consecuencia Metegol, eligen posicionarse justamente en un lugar de competencia, programando inicialmente el estreno para el 20 de junio, en directo enfrentamiento con el lanzamiento de Monsters University (aunque luego lo terminó retrasando casi un mes, lo cual era perfectamente lógico); afirmando que el objetivo es obtener una nominación al Oscar a Mejor Largometraje Animado; y hasta saliendo a inflar el pecho vía Twitter contra Disney porque se negó a darle un espacio publicitario en uno de sus canales infantiles de cable. Y sin embargo, el film lo único que tiene a su favor es la prepotencia de sus medios: 20 millones de dólares de presupuesto, todo el apoyo de un conglomerado mediático encabezado por Telefé y la distribución de una major como es United International Pictures. El resto es pura cáscara, pura superficie.
Es que si hay una palabra que define de forma rápida a Metegol es ABURRIDA. Metegol, antes que nada, aburre, no se erige ni siquiera como un entretenimiento apropiado. Si había algo que se le podía reconocer a Campanella, es que podía llevar hasta el final algunas de sus ideas sobre el mundo gracias a sus habilidades narrativas. Era difícil discutirle su capacidad para construir diálogos que revelaban un conocimiento bastante profundo del ser argentino, sin por eso resignar cierta universalidad; su comprensión de géneros tan disímiles como la comedia costumbrista o el policial; y su saber, muy emparentado con el Hollywood más clásico, para la puesta en escena. Eso le permitía hilvanar relatos que, a pesar de sus idas y vueltas, nunca perdían el ritmo. Lo que menos se podía decir sobre El hijo de la novia, Luna de Avellaneda o El secreto de sus ojos es que eran películas que se hacían “lentas” o “soporíferas”. Pero en Metegol eso sucede, y con creces, básicamente porque Campanella nunca se preocupa realmente por construir personajes. Lo que hay son meras marionetas para su mensaje a favor de la tradición y contra la modernidad. En consecuencia, el protagonista, Mateo, pasa de ser no mucho más que un muchachito tímido e introvertido a un líder futbolero nato, sin una transición que explique de manera cabal ese cambio; su interés amoroso, Laura, no tiene entidad ni una conexión que la respalde, y parece estar solamente para convocar al público femenino; el villano, Grosso, tiene una motivación intrascendente, transita por todos los lugares comunes y previsibles, sin jamás adquirir espesor; y los jugadores de metegol no son más que estereotipos y recipientes para chistes que en contados casos tienen un dejo de inspiración. Con estos últimos es muy patente que el director -y sus coguionistas, Gastón Gorali y Eduardo Sacheri- no tienen mucha idea de qué hacer, con lo que hay toda una hora de metraje -que transcurre básicamente a partir de la sucesión inconexa de tres secuencias en un basural, un parque de diversiones y un laboratorio- donde el film avanza a los tropezones, buscando fusionar sin éxito el mundo del metegol con el verosímil del pueblo. En el medio, se pierde todo el potencial lúdico que podía tener el film, ya que es el mundo de fantasía y diversión del metegol el que tiene que incorporarse al universo limitado, estático y conservador del pueblo. Todo se tiene que decir, a través de la palabra, sin confiar jamás en las imágenes. Por eso, no resulta sorprendente que el partido final, que se supone debería ser el clímax emocional, sea pura rutina y no genere el más mínimo suspenso. De Fontanarrosa y su apuesta permanente a doblar o incluso quebrar las reglas de lo verosímil no queda nada.
Si hubiera provenido de alguna factoría estadounidense o europea, Metegol hubiera sido rápidamente olvidada. Pero como proviene de las entrañas de la parte más poderosa del cine argentino, y tiene a la cabeza a su director más emblemático, se convierte en un símbolo, en un modelo a seguir, en un nuevo ejemplo cinematográfico del “aquí también podemos hacerlo”. Es LA película del cine argentino de este año, y marcará el camino para lo que venga. Que un film así se constituya, por anticipado, incluso antes de su lanzamiento, a pura prepotencia propagandística, en el paradigma para los realizadores argentinos que aborden la animación destinada a los más chicos es realmente nefasto. Es peligroso y preocupante. Metegol tiene el potencial para ser como el bilardismo, que con su ideología del “todo vale” sentó las bases para la mediocridad del fútbol argentino actual. Es por eso que debería ser un antecedente de lo que NO se debe hacer.