Un cochecito transitando por la cuerda floja
Cuando el mundo se altera, y de manera combustible, puede entonces un personaje explotar. Es lo que le sucede a esta madre primeriza, arrojada a una realidad alterada, sola, con el marido lejos y en Chile, trabajando. Ella es Julieta Zylberberg, y nadie como ella. Poseedora de la intuición justa como para situarse en un borde difuso, la Zylberberg parece al punto de las lágrimas, de la rabia o de algo parecido. En todo caso, es madre.
Presta entonces a visitar los juegos de la plaza, a participar de ese micromundo extraño, Liz procura un sostén que no encuentra hasta que, de pronto, aparece Rosa, otra mamá. Y ella, también, no puede ser otra más que Ana Katz: sus ojos miran de soslayo mientras habla, esconde más de lo que dice y se queda con el vuelto cuando puede. Liz, tan (aparentemente) frágil; Rosa, tan (aparentemente) indoblegable.
Entre las dos se construye el contrapunto que dispara hacia el espectador y sus prejuicios, ligado como estará hacia las penurias de Liz, quien sale y entra de su casa sin rumbo preciso, a la vez que mira con un candor distinto al amigo de hace tiempo. Ella, sin un hombre al lado, pero con un automóvil olvidado. Porque son las mujeres solas, dice Rosa, las que andan en auto. Liz no lo hace, pero el auto ?-si bien arrumbado-? la espera.
Es admirable la construcción dramática que propone Mi amiga del parque, con el acento puesto en el doble rol de su directora y actriz. La caracterización de Ana Katz brilla de modo brusco, con sus salidas rápidas, casi tramposas, que juegan con el preconcepto del espectador al hacerle temer por la suerte de Liz. ¿Quién es Rosa, mujer de la que poco se sabe y, cuanto más se la conoce, más pasible de sospechas parece? Pero también, ¿quién es Liz? Acá, por eso, el juego espejado, las necesidades encontradas.
En última instancia, Mi amiga del parque es una celebración de la amistad, del camino difícil que la procura. Hay una confianza que asumir para que ésta pueda ser, y es este riesgo el que la película de Katz deriva al espectador. Lo logra porque es dueña de una puesta en escena que ya le valida como una de las cineastas importantes, responsable también de El juego de la silla, Una novia errante, y Los Marziano, con la mejor caracterización ?-para quien firma-? de Guillermo Francella.
La misma directora ha señalado su maternidad como motivación de la película. Y la traduce de manera visceral, con momentos bellos y otros maleables. Con comportamientos absurdos y otros meditados. A la manera de un caldo en ebullición del que puede salir el mejor plato con el condimento peor.
Síntesis de esta incertidumbre son el rostro y los modos de Julieta Zylberberg, capaz de caminar por la calle y con un cochecito como si sobre una cuerda floja estuviese. Sus diálogos vía Skype con el marido (Daniel Hendler) parecen una sucesión de gags. Así como los atropellos más o menos ciertos con los que recibe las visitas de Rosa y su hermana. Momentos de desconcierto que se perciben porque, se nota, se sabe hacer cine.