Rara, como encendida… y apagada
Las películas de Ana Katz pueden ser vistas como comedias asordinadas, donde el humor es menos una construcción de chistes que un espíritu que campea durante todo el relato: incluso los acontecimientos más graves son mirados desde una distancia irónica. Sin embargo, también pueden ser vistas como pequeños thrillers, films de un suspenso más indefinido que genérico, donde la superficie respira cierta tensión. Katz, inteligentemente, encuentra en la alquimia de sus guiones ese particular cruce donde la tensión permite la risa nerviosa. Ese cruce, algo definitivamente abstracto, se convierte en sistema y adquiere volumen en películas que hacen de ese choque un presente constante (¿se acuerdan de Francella atravesando un vidrio en Los Marziano?). Mi amiga del parque, último opus de la directora, actriz y guionista, tal vez sea la expresión más acabada y definida de ese cine particular que viene gestando desde hace bastante tiempo: otra comedia rara.
Si las películas de Katz, desde El juego de la silla hasta Los Marziano, merodean tanto el indie como el mainstream, lo popular y lo intelectual, la mirada común y la existencialista, la tensión con la risa, lo que hace Mi amiga del parque es definitivamente fusionar todos estos espacios para que no luzcan tan fragmentarios y confusos. Seguramente, esta sea su película más sólida en términos narrativos: el arco dramático de la protagonista, más allá de escenas donde la idea de normalidad es subvertida alegremente, es lógico. Y por eso, también, Mi amiga del parque sea esa película donde el tema central es más fácil de definir: es una película sobre la maternidad, pero no específicamente sobre el hecho de ser madre sino sobre ese momento que prosigue al parto y donde la crisis personal se hace inevitable si pensamos en los notables cambios que se registran tanto interior como exteriormente para las madres.
Si el cine nacional no es pródigo en mujeres detrás de cámaras, mucho menos lo es en mujeres que tengan un universo definido. No es el caso de Katz, quien ha podido filmar con cierta continuidad y, además, posee rasgos que la definen como autora cinematográfica. Y si su mirada es inevitablemente femenina, aquí se permite el lujo de un tema femenino y de un elenco casi en exclusiva integrado por mujeres, donde se luce Julieta Zylberberg como esa madre primeriza que no sólo tiene que atravesar ese duro proceso de la maternidad sino que además tiene a su esposo lejos y todavía es reciente la muerte de su madre y no puede darle teta a su hijo. Lo de Liz (Zylberberg) es angustia; angustia que surge -en parte- al poner la tensión y la comedia a chocar en Mi amiga del parque; porque Liz no se tiene autocompasión y nos exige, como espectadores, que dejemos de lado la mirada paternalista.
Lo mejor del film es precisamente esa mirada torcida, desconcertante, donde los personajes toman decisiones incomprensibles o imprevisibles y, por ende, llevan a la narración por caminos diferentes a los imaginados. Eso es lo que mejor hace Katz, jugar con las expectativas del espectador y explotarlas por los aires, básicamente porque la inestabilidad de sus criaturas y lo insondable del terreno narrativo lo permiten. La precisión en la puesta en escena de la directora es, además, lo que marca la diferencia entre ese cine indie arbitrario y solemne, y este mucho más sugerente y sutil en las enormes implicancias dramáticas que la película tiene. Por eso, tal vez, no funcionen del todo algunos subtextos de tono socio-político que surgen al confrontar los universos disímiles de la protagonista (escritora) y su antagonista (obrera en una fábrica). Eso lleva a Mi amiga del parque por un territorio mucho más previsible, de bajada lisa y llana, que choca con la rugosidad más fascinante y especulativa del drama interior que padece Liz, tensiones que conducen a la risa o al misterio, como dijimos. Risa o misterio que parten de un mismo lugar, de la mirada indudablemente clasista de Liz, quien reconstruye sus vínculos bajo el tamiz indisimulable de sus prejuicios. Pero a la vez, esa mirada prejuiciosa es observada por nosotros, espectadores, en un juego voyeurístico algo perverso, deudor del universo de Roman Polanski.
Maestra de los espacios indefinidos y de las situaciones enrarecidas, Katz se confirma aquí como una de las grandes y más particulares realizadoras del cine nacional.