Es curioso el caso de ese imperio llamado Disney. En lo cinematográfico, al menos, parece funcionar como un monstruo de varias cabezas que no suelen tener mucho que ver entre sí. Por un lado, via su adquisición de Marvel y Lucasfilm, tienen casi asegurados algunos de los primeros puestos del ranking cinematográfico de cada año, con películas enormes, de producción y marketing gigantescos. Con Pixar (y sus otros filmes de animación), por otro lado, tienen controladísimo el mercado infantil, con apuestas por lo general inteligentes y sin abuso de secuelas. Pero hay otra pata que funciona en paralelo y que es de la que quiero hablar ahora. A falta de un título oficial, la llamaré Disney Classics.
Podríamos definirlas como esas películas (no de animación) que mantienen una tradición de cine para toda la familia que ya es clásico en la compañía, que incluyen películas de aventuras, con familias en peligro, con animales de todo tipo, musicales, comedias, etc. Y remakes de casi todas ellas. Esa tradición en su versión más modesta parecía estar un poco en baja en una compañía que parecía haber decidido ir por los grandes tanques, aún en esas categorías, con ejemplos que van desde PIRATAS DEL CARIBE hasta la más reciente pero muy efectiva versión de CENICIENTA. Pero este año –acaso por casualidad, acaso por la decisión de algún ejecutivo nostálgico de la empresa–, Disney decidió mirar hacia atrás con cariño, elegancia y apostando a cierto estilo old fashioned de narrar. Me refiero a su nueva versión de EL LIBRO DE LA SELVA, a la adaptación que hizo Steven Spielberg del libro de Roald Dahl EL BUEN AMIGO GIGANTE y ahora con MI AMIGO EL DRAGON.
Si bien EL LIBRO DE LA SELVA fue un éxito importante, la película de Spielberg no lo fue y es probable que MI AMIGO EL DRAGON tampoco lo sea. Son películas infantiles en un sentido, si se quiere, clásico de la palabra. No apuestan a esa idea del “niño contemporáneo” que ya está de vuelta de todo a los ocho años sino a aquel pre-tecnología que todavía soñaba con magia, con aventuras, con personajes imposibles y con cuentos fabulosos antes de irse a dormir. Apuestan a que padres e hijos compartan una experiencia que no implique la fascinación de uno (el chico) y el fastidio del otro, sino a combinar ambas sensibilidades. Es obvio que no es fácil conseguirlo, pero el intento por realizarlo es defendible, celebrable, hasta podría decirse… noble.
MI AMIGO EL DRAGON es, como la de Spielberg (a quien también homenajea en su estructura y estilo “ochentoso”, en una variante más apta para todo público que STRANGER THINGS de las producciones Amblin de esa época), una película que apuesta a la magia del cine, al choque que se produce cuando un niño en problemas entra en un mundo extraño y oscuro con personajes en apariencia siniestros pero finalmente amables. Las tres películas de este año iban por el mismo lado y MI AMIGO… hasta podría definirse como un mash up de EL LIBRO DE LA SELVA y EL BUEN AMIGO GIGANTE, con su trama de un niño que vive en una jungla durante años bajo el cariñoso cuidado de un aparentemente peligroso pero finalmente tierno y gigantesco dragón.
De las tres, la película de David Lowery (un director y editor proveniente del cine ultraindependiente) es la más claramente nostálgica –se basa, después de todo, en otra película de Disney de 1977– y utiliza ese universo de pueblo chico tan caro al cine ochentoso al que antes hacía referencia. Hay una familia que se topará con el niño (Bryce Dallas Howard con su atemporal look es la madre), un abuelo (Robert Redford) que cuenta historias de un dragón y a quien nadie le cree, un encuentro complicado entre unos y otros, y una confrontación final que servirá, entre otras cosas, para cerrar con moño este rito de pasaje infantil que cuenta la película, una historia clásica y redonda sobre pérdida de la inocencia y familias sustitutas tan caras a la casa que construyó Mickey Mouse.
Hay algo del tono del filme elegido por Lowery que lo relaciona a los clásicos de la literatura de aventuras –el homenaje más claro está en la primera y un tanto fuerte escena– con citas o veladas referencias a Jack London, Robert Louis Stevenson, Mark Twain o el propio Kipling. Las desventuras de Pete y su dragón Elliott no se alejan casi nunca del manual utilizado tanto en esos clásicos como en el universo creado por Spielberg para lidiar con similares problemas –me refiero específicamente a su capacidad de mezclar lo mágico y sorprendente en lo cotidiano desde la mirada de un chico– y si bien no sorprende con nada nuevo u original, su fidelidad a hacer un cine lo-fi en estos tiempos de puro impacto sensorial y escenas de destrucción masiva es más que bienvenida. Es una especie de reposo para el alma, un reencuentro con nuestra propia mirada maravillada, temerosa pero finalmente esperanzada del mundo.