Disney, en versión clásica y mod
Una película que remite al mejor cine de aventuras y fantasías de Steven Spielberg.
Si las fichas técnicas no aseguraran lo contrario, daría toda la sensación de que 2016 será uno de esos años en los que, como 2005, 2002 o 1993, Steven Spielberg estrena dos películas en un año. La primera, la que es oficialmente de su autoría, es El buen amigo gigante, que pasó con más pena que gloria por la cartelera comercial de vacaciones de invierno. La segunda no la filmó él, llega este jueves y se llama Mi amigo el dragón.
El espíritu aventurero, la capacidad para amalgamar fantasía en un mundo de coordenadas “reales” –o al menos todo lo “real” que puede ser una película de Disney– y una mirada lúdica pero no pueril son algunas de las marcas spielbergianas que sobrevuelan de punta a punta en el segundo largometraje de David Lowery, un director sin experiencia previa en las grandes ligas pero con buenos antecedentes como editor y realizador en el ámbito indie.
Basado en el film homónimo de 1977, Mi amigo el dragón logra ser estéticamente contemporánea y mantener un cálido e inocentón espíritu felizmente anacrónico, convirtiéndose en una pausa del ritmo vertiginoso y de la búsqueda de espectacularidad de las superproducciones de los últimos años.
El protagonista es un chico huérfano de diez llamado Pete y su mejor amigo, Elliott, un dragón que vive escondido en un bosque contiguo a un pequeño pueblo en donde es una figura casi mitológica. Uno de los pocos que afirma haberlo visto es Meacham (Robert Redford), padre de la mucho más descreída guardaparques Grace (Bryce Dallas Howard). Menuda sorpresa se llevará ella cuando Pete, a quien encuentre durante una de sus recorridas, afirme que vive allí con un dragón. Grace se dispondrá entonces a comprobar qué tan ciertas son esas afirmaciones.
Lowery desandará los caminos habituales de este tipo de relatos con seguridad y convencimiento, alejándose de la mirada pop y canchera que campea en los productos old-fashioned. Es cierto que la subtrama ecologista nunca termina de adquirir peso específico y que sobre el final evidencia la búsqueda emotiva encadenando tres secuencias de clausura, cada cual más lacrimógena que la anterior, pero también que el verdadero núcleo del relato está en otro lado, en una apuesta por la magia y por la recuperación de un tempo narrativo caído en desuso pero que, queda claro, todavía tiene bastante por entregar.