Lo único que pretende Mi ex es un espía es divertir y lo logra bajo la condición de que el espectador esté dispuesto a dejar su cerebro en la boletería. No hay una sola sutileza, un solo diálogo que exija la más mínima actividad neuronal. Sin embargo, funciona a base de acción acelerada, enredos previsibles y empatía con las protagonistas.
Incluso la película podría venderse como un plan de turismo de aventuras: acompañe a dos chicas simpáticas en sus peligrosas peripecias por Europa. Las chicas son Mila Kunis y Kate McKinnon. Actrices nacidas y criadas para la comedia. Kunis, más contenida, con esa mezcla de torpeza y belleza exótica que es su sello, y McKinnon, más desatada, más burda, como si se sintiese moralmente obligada a ser histriónica.
Ellas componen a dos amigas solteras de 30 años que se ven implicadas en un embrollo internacional en el que se enfrentan organizaciones terroristas y servicios secretos de varios países. En realidad, la historia es un especie de coctelera argumental, que sólo sirve para meter adentro, y agitar después, una serie situaciones cómicas en capitales europeas. Pero ni en el rubro de folleto turístico se destaca Mi ex es un espía, porque Viena, Praga, Berlín y París son mostradas a través de sus edificios más emblemáticos, con una falta de ingenio fotográfico casi impúdica.
En realidad todo lo que propone esta comedia tiene algo de inimputable. Es perezosa como parodia del género de espionaje y también como exponente cultural del feminismo. Ambas fallas, no obstante, terminan siendo virtudes, si es que puede llamarse así a esta exhibición de lugares comunes en estado de gracia. Un involuntario panfleto de la despreocupación cinematográfica destinado al consumo culpable.